BEJAIA-JIJEL, 98 km (bici)
Bejaia es un centro de atracción turística para la población local. Mientras que los escasos europeos que acuden a Argelia se internan hacia el sur en busca de calor y desiertos, los argelinos se trasladan hacia el norte en busca de un clima templado y olor a salitre. Es un turismo en pequeña escala, y es por eso que la ciudad se diferencia poco de las otras, salvo en que hay más hoteles y algún comercio donde venden recuerdos o alquilan coches.
Pero el mayor interés de la zona radica en la cornisa costera, en esa ruta de casi cien kilómetros que conduce a Jijel. Algunos la consideran la zona más bella del norte de Africa, y no les faltan razones.
Una vez superada una pequeña zona de hotelitos y cámpings, la carretera se dirige a las empinadas y verdes laderas de unas montañas que se desploman hacia las profundidades marinas. La Pequeña Cabilia es un territorio lleno de precipicios por los que el agua del deshielo fluye en abundancia. La zona fue declarada reserva natural en 1931 para proteger a una de las especies más amenazadas, el leopardo. Pero sirvió de poco. El agresivo felino desapareció hace más de cincuenta años.
Al llegar a unos acantilados, la carretera, recortada en la roca y a ras de agua, se estrecha, se retuerce, pasa bajo túneles chorreantes de humedad y cruza barrancos a través de viejos y oxidados puentes. Algunos tramos son tan angostos que, cuando dos vehículos se cruzan, uno tiene que detenerse y retroceder.
Descanso junto a un mar encalmado y de aguas blancas, con la bicicleta reclinada sobre un bloque de hormigón. No hay barcas de pesca a la vista. Ni las he visto hoy ni casi en los últimos días. Es como si los antiguos dominadores del Mediterráneo occidental hubieran dado la espalda al vasto horizonte del que durante siglos obtuvieron su sustento. Lo más marinero que he visto son unas pocas embarcaciones sobre la arena y redes fondeadas en forma de círculo cerca de la costa.
Sí que hay muchas palomas, pequeñas bandadas que revolotean en los árboles que crecen en los escasos claros que ofrece la costa.
Argelia no deja de sorprenderme. Tendemos a creer que, en el hemisferio norte, el entorno es más arido cuanto más al sur nos desplazamos. Y en general es así. Pero en la costa de Argelia se dan dos condiciones que convierten este sitio en algo excepcional. Su fachada litoral está encarada al norte, con lo que la radiación solar es menor que la que reciben España, Italia o Grecia. Y luego están las grandes cordilleras junto al mar. Estas barreras naturales facilitan la condensación de la humedad marina que arrastran los vientos del norte después de cruzar el Mediterráneo, a la vez que impiden la llegada del aire seco del desierto. En resumen, que las precipitaciones anuales llegan a superar los dos mil milímetros.
Paso por Oued Marsa y por Souk et Tenin, dos pueblos pequeños y aislados, y tras ellos por el desvío a Setif. Se trata de la única vía que conecta el litoral con el interior, y dicen que discurre por desfiladeros espectaculares. Por detrás de estas sierras casi infranqueables está la carretera de Argel a Constantina, y por allí debiera pasar, algún día, la autopista del Magreb, un viejo proyecto para enlazar Marruecos con Túnez. El día que se haga realidad, transitará por las mismas tierras que antaño frecuentaban las caravanas, siempre en busca de las rutas más fáciles, por las mismas donde romanos y bizantinos levantaron sus ciudades.
Mi ruta, en cambio, es una sucesión de recogidas y preciosas calas, todas distintas, rodeadas de alcornoque, bananos o palmerales, y pasa junto a la Gruta Maravillosa , el Cap Cavallo o el bello faro que en Ras Afiah se levanta sobre una peña.
Sólo el intenso tráfico de camiones resulta molesto. “Vienen del puerto de Jijel –me informa un tendero en Ziama Mansuria-, que una empresa italiana construye con dinero saudí. Será el más grande de Africa”. El hombre me recuerda algo que sucedió durante ese período de las bombas al que muchos argelinos se refieren, de forma un tanto eufemística, como el de los “acontecimientos”. Los ingenieros italianos que dirigían las obras vivían en un barco fondeado en el puerto, y una noche, mientras dormían, fueron asesinados por islamistas radicales.
“Pero el gobierno acabará con ellos –promete el comerciante apretando el puño con fuerza-, no como Inglaterra o Estados Unidos”.
Un par de horas más de bicicleta y llego a Jijel. La calidez y extroversión cabileños han quedado atrás. En los edificios públicos y en las calles, vuelven a ondear las banderas argelinas. Puertas y ventanas ocultan cuanto sucede en el interior con oscuras cortinas y persianas. Cenaré en el restaurante del Hotel Bassorah, de nuevo rodeado del rigor y seriedad árabes, de pañuelos femeninos y de viriles bigotes. En este ambiente de suma discreción, los comensales apenas curiosean en las otras mesas. Nadie se interesa por el extranjero, ni siquiera el camarero que me sirve el inevitable pollo con patatas mío de cada día.
En situaciones como ésta es cuando el viajero lamenta estar solo. Resulta difícil, de esta forma, establecer un contacto directo y franco con la gente. Y comienzo a estar preocupado. Temo que esta frialdad, estas pocas ganas de comunicarse, este deseo de esconderse tras velos y persianas se repita con excesiva frecuencia, durante el próximo mes y medio. Me pregunto por qué son tan cerrados y poco curiosos. ¿Dónde están los árabes que aprendieron los secretos de la agricultura y el placer por la buena vida en Siria, los que levantaron la Alhambra o la mezquita de Córdoba, los que recuperaron a los pensadores clásicos, los que innovaron en ciencia y artes, los que conquistaron nuevos mundos con el peso de su cultura, y no sólo con el filo de sus armas? ¿No queda ya nada de todo eso?
Me resisto a creerlo.
En fin: voy a acostarme. Mañana me espera un día agotador. Estoy a punto de abandonar un país sorprendente del que lo único que no echaré en falta será su gastronomía.
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