Gabriel Pernau

En bici por Marruecos, Argelia, Túnez, Egipto, Jordania, Israel, Palestina, Siria, Líbano y Turquía

Hotel Ciao



EL CAIRO
El Hotel Ciao tiene ascensorista, personal numeroso que siempre saluda –“good morning, sir”- y suelos que relucen que es un primor. Todo muy british, incluso el café del desayuno, que se limita a una taza con agua caliente y un sobrecito de Nescafé.
Desde la cafetería, sita en la duodécima planta, la visión de la megaciudad intimida. Las lucecitas de anoche se han apagado, y en su lugar ha aparecido una masa desordenada de edificios superpuestos unos encima de los otros, como queriendo arañar espacio urbano donde no lo hay, con las azoteas llenas de infraviviendas, trasteros, antenas y carteles publicitarios. Fachadas y tejados están cubiertos de una gruesa capa de polvo aterciopelado que lima aristas y tiñe el paisaje de un horripilante color marrón claro.
De las calles llega el incesante concierto del caos que interpretan los miles de conductores que hacen sonar sus frenéticos claxons con la intención de abrirse paso en esta selva urbana.
Estoy ansioso por bajar. Me excita la idea de enfrentarme a El Cairo a solas. ¿No pude anoche llegar hasta aquí? Pues pienso visitar las pirámides sin apuntarme a un tour organizado, claro que sí. Ese es mi reto, mi único propósito en la ciudad, porque, para mi desgracia, sólo puedo dedicar un día a la capital egipcia. De modo que me escabullo del recepcionista, que, rápido de reflejos, me ofrece paquetes turísticos o el coche del hotel, y antes de que me venda algo, ya estoy en la calle.
El Cairo es Masr, nombre mítico que tanto sirve para designar a la ciudad como, por extensión, al conjunto del país. Sus orígenes son mucho más recientes de lo que las pirámides suelen dar pie a suponer. Nunca fue una capital faraónica. Se fundó en el siglo X, en tiempos de los fatimidas, una dinastía que dominó el norte de Africa. Su desarrollo se debió al Nilo, pero también a su proximidad al delta y a la ruta caravanera que se dirigía a Arabia a través del mar Rojo y del desierto del Sinaí.
La ciudad se convirtió en uno de los principales mercados de Oriente. Aquí arribaban mercaderías procedentes de China, de India, del centro de Africa y de Europa, y aquí florecía el conocimiento, que tuvo en la universidad de Al Azhar a uno de sus máximos exponentes.
Hasta el siglo XX, fue el punto de salida de una de las principales caravanas que se dirigían a la Meca. La peregrinación de 1806 contó con, por lo menos, un intruso. Tres años después del inicio de su viaje en Tánger, Alí Bey partió de los alrededores de El Cairo embarcado en una expedición de cinco mil camellos: “Se dio la señal de partida y enseguida aparecieron de todos los puntos del horizonte largas hileras de camellos, saliendo de sus campamentos respectivos para reunirse al gran grupo, que no tardó en ponerse en marcha, dirigiéndose hacia el este por en medio del desierto”.
Le acompañaban “gente de todas las naciones musulmanas que iban a hacer la peregrinación”. El lujo de sus compañeros de viaje era tanto, que el europeo lamentaba disponer sólo de catorce sirvientes y de dos caballos, de lo que se deduce que un caballo era bastante más caro que una persona.
Más cauto, Jan Potocki se había conformado, dieciocho años antes, con ver la partida de la comitiva a escondidas: “A pesar del cuidado que pusimos en mantenernos ocultos detrás de una especie de sobradillos, nuestros turbantes a la drusa y nuestro aire extranjero no dejaron de atraer la atención de algunos jóvenes mamelucos, que, desde un tejado vecino nos estuvieron lanzando naranjas verdes y piedras (...). Algunos jinetes se divirtieron dirigiendo algunas flechas sobre nuestras ventanas”.
Hace ya mucho tiempo de todo ello. Los egipcios han sustituido el camello por el autobús. Y este es el medio de transporte que busco para que me lleve a las pirámides.
“Tiene que ir a la plaza Midan Abdel Moniem Raid”, me dice en un suspiro un muchacho. Ha dicho la plaza Midan Ab... “El metro mejor que no lo coja a esta hora porque va muy lleno” y, en cuanto al autobús, soy yo quien renuncia. Estamos justo al lado de la parada, a la que llega una sucesión de vehículos con las puertas abiertas que descargan inauditos contingentes humanos. Una decena de policías, asidos de las manos formando un cordón, se las ven y se las desean para contener a la multitud que, saltando vallas y esquivando uniformes, trata de cruzar una amplia avenida con semáforos fuera de servicio sin importarles la avalancha de tráfico rodado que se les viene encima.
“¿Quiere ir a pie? Pues siga recto hasta una gran plaza”, me dirige el chico.
Tras media hora de paseo por una acera llena de socavones, llego a la plaza en cuestión, de nuevo rodeado por un caos de viaductos y atascos. Hay varias paradas de autobús, y en un puesto de información, para que no me pierda, un previsor empleado escribe en un papel mi destino y el autobús que tengo que tomar.
No muy seguro de estar en el sitio indicado, me sitúo en una esquina, junto a otras personas que esperan. Los autobuses no se detienen y en poco rato soy testigo de escenas inverosímiles, como la que protagoniza una mujer, dispuesta a inmolarse, que se sitúa en medio de la trayectoria de un vehículo, brazos en alto, para obligar al conductor a parar. O qué decir de los milagros que suceden en la plaza Midan Abdel Moniem Raid, donde las ancianas practican los cien metros lisos y los cojos parten a la carrera, como si el bastón fuera una tercera pierna, hasta que alcanzan la puerta del autobús y una mano salvadora los abalanza hacia el interior.
Añádase a esta imagen conductores que salen de un atasco marcha atrás, presuntas suicidas que, con un niño en brazos, cruzan un paso elevado de cuatro carriles donde se circula a alta velocidad, ejecutivos que se ponen a andar entre los coches con la vista perdida mientras hablan por un móvil o la machacona sinfonía de centenares de claxons sonando a la vez, y se obtendrá un cuadro aproximado de lo que es un día cualquiera en El Cairo.
“¡El 357, su autobús!”, vocifera un hombre a mis espaldas. “¡Es éste!”. Tardo unos segundos en reaccionar, y entre que localizo dónde están los números, que compruebo que el tres es un tres y el cinco un cinco, antes de llegar al siete acabo de perder el autobús.
Memorizo los números que tengo que recordar y, veinte minutos más tarde, tampoco soy lo bastante rápido.
Se acabó. Al siguiente autobús que llegue con tres dígitos, lo paro, aunque me tenga que arrodillar sobre la calzada. Y sí: a la tercera va la vencida. A las pirámides.
Pasamos junto al ancho Nilo, en cuyas aguas reposan faluchos y cruceros, y en cuyos márgenes crecen, por un igual, jardines de inmensos árboles, mezquitas y restaurantes con bonitas terrazas.
Soy el único pasajero que se percata de que atravesamos el río. El resto, incluidas las muchachas de ojos claros que viajan dos asientos más adelante, han echado las cortinas.
“¡Sir! Hemos llegado”, me advierte una hora más tarde el conductor. Bajo y me incorporo al seguido de gente que camina cuesta arriba y a los pocos metros me veo arrastrado a unas cuadras donde quieren venderme una excursión en camello, a caballo o en carro.

-¡Quita! ¡Que no! Que quiero ver las pirámides por mí cuenta –le digo al chiquillo.
-Se cansará, sir.

-Pues me cansaré.

Ya en las taquillas, apoyo mis posaderas en un muro para contemplar las imponentes moles que emergen de las arenas de Gizé. No diré que Keops, Kefrén y Micerinos, con sus cerca de cinco mil años de antigüedad, no sean impresionantes, porque lo son. Pero menos. Esta noche escribiré a mis amigos: “Las imaginaba más grandes”. ¿Que querré decir con eso? Pues que cada vez que me encuentro ante uno de los tótems turísticos universales, cierto aire de indiferencia se apodera de mí. Me pasó cuando visité por primera vez la torre Eiffel, la muralla china o el Vaticano. Son imágenes tan vistas en cine, libros o televisión, que el día que las contemplas en directo, la imagen real apenas modifica la que llevas grabada en la memoria.
Claro que una cosa es ver y otra distinta tocar, sentir. Así que para adentro. Pero ¿con o sin guía? Un hombre vestido con galabiya, la tradicional túnica sin cuello, me ofrece sus servicios. Muestra un carnet de guía, parece que habla un inglés correcto y dice que hace cuarenta años que trabaja aquí. Me convence: me vendrá bien alguien que conozca un lugar con tanta historia. Y con esa idea entramos.
Pero enseguida llegan las complicaciones. Comienza por que le dé mi entrada, a lo que me niego, y a la tercera explicación ya compruebo lo limitados que son tanto su inglés como sus conocimientos. “Esta pirámide se construyó con alabastro de Asuán, que tardaron diez años en traer hasta aquí y diez años en cubrir toda su superficie. A esa otra no iremos porque está demasiado lejos. ¿Quiere que alquilemos un caballo?”.
Me detengo en seco, intento despedir a mi guía previa indemnización de quince libras y, enzarzados en una discusión, se nos acercan dos policías a camello. Intentan apaciguarme, me prometen que el señor es un “number one” y a cambio, al marcharse, reciben una gratificación.
Si yo sudo, el guía parece un surtidor. Ahora quiere enseñarme un cementerio en el que están enterrados los trabajadores que murieron en la construcción de las pirámides, y junto al cual el hombre hace un pis.

-Sígame: le enseñaré el museo de los papiros. ¿Sabe qué es un papiro?

Le sigo de una mala leche impresionante. No sé cómo sacármelo de encima. Me siento atado por el acuerdo al que hemos llegado.
Pero al salir del recinto y ver que me lleva a una tienda, estallo en cólera y me niego a continuar. Y entonces es él quien dice basta, que le pague y que se va. Seguramente teme perder la exagerada cantidad de dinero que hemos pactado a base de repartir propinas a diestro y siniestro, porque en una hora lleva tres.
Resuelvo darle cincuenta libras en lugar de las setenta prometidas, que es lo que me ha costado la pasada noche o lo que cuestan dos excursiones a caballo. Y aun se marcha protestando.
Por fin solo, visito el templo de Gizé, fotografío la esfinge, paso por la inmensa sombra de Kefrén y me siento en uno de los peldaños inferiores de Keops.
Quedan lejos los tiempos en los que se permitía escalar los ciento cuarenta metros de la pirámide, y, con la ayuda de un cincel, uno podía grabar su nombre sobre las piedras milenarias.
Por cinco insignificantes minutos me quedo sin visitar el interior de la mayor de las pirámides. Pero casi me apetece más quedarme contemplando las monerías que hacen ante la cámara unos chavales japoneses teñidos de rubio.
Por el recinto deambulan rusos, checos, alemanes, portugueses, españoles, franceses, italianos, chinos o coreanos, deseosos, todos, de conocer una de las llamadas cinco maravillas del mundo. Escasean los anglosajones, en cambio, en este año de la invasión de Iraq. Y tampoco hay muchos árabes. Hasta hace poco, los egipcios rechazaban su pasado faraónico, e incluso hubo un intento, cinco siglos atrás, de demoler las pirámides. Pero Potocki tenia razón: su masa es indestructible. Todo cuanto consiguieron fue dañar la superficie de Micerinos.
Hoy, los egipcios aceptan que sus orígenes son diversos, no sólo árabes. Y bien que les va. Los cinco millones de personas que les visitan cada año aportan a las arcas del país una cuarta parte de sus recursos económicos.
Gizé ha ejercido una poderosa atracción sobre los occidentales. Hace más de dos mil años, las colosales construcciones ya eran visitadas por los romanos y, durante la Edad Media, por numerosos viajeros que desembarcaban en Alejandría camino de Tierra Santa.
En el siglo XVIII aparecen los primeros turistas tal como hoy los conocemos. Eran gentes intrépidas y de recursos que se movían más por el ansia de conocer que por motivos religiosos o circunstanciales. Jan Potocki fue uno de ellos. En 1784 visitó Turquía y Egipto, y años más tarde publicó las cartas que fue mandando a su madre.
Libros como el suyo popularizaron Egipto y Tierra Santa en Europa y, menos de un siglo más tarde, apareció una persona dispuesta a organizar viajes al Nilo y a Gizé.
El hombre en cuestión se llamaba Thomas Cook. Era un antiguo sacerdote bautista que, a mediados del siglo XIX, pretendió arrancar a los ingleses de las tabernas a base de educación. Su idea era sencilla. El ferrocarril era un medio de transporte reciente y permitía algo tan inusual en la época como llevar a centenares de personas al mismo tiempo de una ciudad a otra. El 5 de julio de 1841, organizó un viaje de Leicester a Loughborough y el experimento fue un éxito. Quinientas personas pagaron un chelín por un desplazamiento que cubría la muy considerable distancia de doce millas.
Cook acababa de dar con un filón. En los años siguientes, trazó nuevas rutas, y en 1851 consiguió llevar a ciento cincuenta mil hombres y mujeres a Londres. El inglés preparaba los viajes de forma exhaustiva, editaba publicaciones sobre los lugares a visitar y negociaba con propietarios de hoteles y compañías ferroviarias las tarifas más económicas. Sus clientes no eran la aristocracia ni la alta burguesía, sino las cada vez más numerosas clases medias.
Pero este pionero de los agentes de turismo no se conformaba con su país. Quería ir más allá. En 1855 preparó su primer tour fuera de las islas, un periplo con escalas en Bruselas, Colonia, el Rhin, Heidelberg, Baden Baden, Estrasburgo y París, y en 1863 descubrió a un reducido número de británicos las bondades de Suiza y de la recién nacida Italia.
En 1869 vio triunfar su plan más ambicioso. Thomas Cook se llevó a treinta y dos turistas de postín a la inauguración del canal de Suez. Su proyecto iba bastante más allá de ir y volver a Egipto. La propaganda lo anunció con el lema “A Egipto vía China”. Se trataba nada menos que de atravesar el Atlántico, cruzar el nuevo continente, desde Nueva York a San Francisco, en tren, visitar Japón, China, Singapur, Ceilán e India, y, una vez en Bombay, embarcarse de nuevo hasta el Mar Rojo y Egipto.
Su vuelta al mundo fue un éxito, que se repitió en años sucesivos, y Thomas Cook y su hijo John se hicieron dueños del turismo por el Nilo. Durante varias décadas, sus vapores fueron los únicos autorizados a surcar el río, y Luxor y Assuán, dos ciudades que permanecían casi inalteradas durante siglos, se transformaron con la llegada de los primeros cientos y más tarde miles de europeos.
Es posible imaginar el impacto que supuso la llegada de hombres con bombachos y prismáticos al cuello, de mujeres tocadas con emplumadas pamelas. La súbita irrupción, en sociedades aisladas, de visitantes llegados de tierras lejanas que no venían a comerciar, buscar trabajo o peregrinar sino simplemente a curiosear era un fenómeno nuevo. Ya nada sería igual, a partir de entonces. El turismo de masas acababa de nacer.
“Desde hace unos años viene menos gente a causa de los conflictos de Israel e Iraq, pero ya se está recuperando”. Quien habla es un guía de grupos alemanes a quien he conocido en el autobús que me devuelve a El Cairo. El joven me pregunta por las mezquitas que hay en España y por las palabras españolas que vienen del árabe, y, sin que me dé tiempo de contarle mucho, llegamos al centro.
En la calle reina el mismo bullicio que esta mañana. Riadas humanas recorren amplias avenidas junto a las que se levantan edificios de principios de siglo que serían bonitos sin la capa de polvo y contaminación que los cubre. “La culpa es del viento de primavera, el khamsin, que sopla de Arabia, arrastrando arena del desierto –me ha contado el chico del autobús-. Es muy desagradable, porque oculta el sol. El aire se hace irrespirable y obliga a a cubrirse la cara”.
La diversidad de rostros que me envuelve es sorprendente, casi una lección de etnias del mundo. Hay pieles y ojos de todos los colores, narices de las formas más diversas. Se ven mujeres jóvenes que pasean junto a sus maridos cubiertas de negro, incluso las manos, y otras que, en las terrazas, hacen mimos a su novio.
Sí; esta ciudad me gusta. Con razón Terenci se enamoró de ella. En las pocas horas que llevo aquí ya la siento un poco mía. Siempre hay algún individuo que intenta llevarte a su perfumería para venderte alguna de las fragancias que elabora de forma artesanal. Pero cuando te percatas de la encerrona comercial que te preparan, es fácil escabullirte. Tiendes la mano, el hombre no tiene más remedio que estrechártela y, como ya te has despedido, te deja marchar con una sonrisa.
En un pasaje encuentro un café de lo más vistoso, con las paredes y el techo repleto de pinturas en relieve de colores, ornamentación geométrica y floral. Luego me enteraré de que es el café Al Shamas Gedida, famoso tanto por su antigüedad como por la avaricia de sus camareros.
Pero es un sitio tranquilo, sin el agobiante ruido del tráfico, donde sólo se oyen conversaciones y una música repetitiva que parece no tener fin. Una pareja de ancianos juega al ajedrez y varios hombres fuman la pipa de agua, que aquí llaman chicha, mientras dos limpiabotas corretean sin cesar entre las mesas, cargados con zapatos o haciendo sonar unos cartones, con un repiqueteo nervioso, para advertir a la posible clientela de que vuelven a estar disponibles.
“Salaaaaam...”, me sobresalta una voz de ultratumba. Una especie de eremita con barba y túnica ha dejado sobre mi mesa un papelito que parece contener un texto del Corán. Luego viene a recoger su propina o baksish, y con él, un niño que, tras probar mi Pepsi, se lleva la botella entera.
Ceno en el interior de un local pequeño y atiborrado. Hubiese preferido una mesa fuera, pero en los países árabes las necesidades del estómago se satisfacen en espacios cerrados, aunque sea algo tan insignificante como comerse un helado o un dulce.
Y luego me agencio una silla en una terraza, para disfrutar del espectáculo de la gente, el mejor que he encontrado en El Cairo, para ver cómo los vendedores ambulantes pasean sus baratijas. Uno que lleva turbante muestra una tela llena de relojes de pared y de pulsera a dos hombres que estudian la mercancía a conciencia. Otros venden teléfonos, termómetros, linternas y transistores; cintas de cassete y de video; collares de todos los colores; pañuelos de papel; calcetines; espantasuegras o pizarras de plástico.
Los vendedores gritan, también gritan los camareros al personal de barra para que atienda de una vez los pedidos, grita el niño que juega al fútbol y gritan los clientes que llenan la terraza. Todo el mundo grita, y me gusta. Aquí todo el mundo es informal. No hay esa rigidez de otros países árabes. Aquí me siento libre. Ya no hace falta que mida cada palabra que pronuncio y cada gesto que hago. Puedo estirar piernas y brazos, bostezar cuando me apetezca o mostrar mi enfado sin temor a molestar a nadie. Y algo también importante: aquí la gente no se refugia en casa a partir de las nueve.
Sí; creo que Egipto me va a gustar.

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