TEVFIKIYE-ŞARKOY, 135 km . (bici)
Un rumor hueco procedente del bar llama mi atención, al salir de la pensión. Tras los cristales empañados se ven las figuras desdibujadas de los numerosos hombres que llenan el local mientras beben cerveza, café turco o té envueltos en una espesa humareda. El Ramadán ha terminado, y, ansiosos por recuperar el tiempo perdido, algunos comienzan a hacerlo a las siete de la mañana.
Un mes de ayuno es un gran sacrificio incluso para los creyentes más devotos. Me pregunto cómo afectará este radical cambio de hábitos alimenticios a los ritmos vitales de las personas, al sistema digestivo, al sueño, a los estados de ánimo o a la actividad laboral. El tema debe haber sido estudiado en alguna universidad o centro oficial, porque pasar doce horas diarias sin comer y hacerlo sólo dos veces al día, una de ellas de madrugada, ha de tener muchas y muy variadas consecuencias para el organismo. Y encima, transcurrido ese mes, vuelta a la normalidad, que tampoco tiene que ser fácil.
Para mí las cosas han cambiado poco, de todas formas: el país sigue de vacaciones, como aletargado.
En una hora llego a los Dardanelos. El canal que comunica el Mediterráneo y Mármara y que separa Europa de Asia comienza a ser visible, cincuenta metros más abajo, tras bosques de pino. Entre la fría bruma, me parece adivinar la silenciosa silueta de un mercante que avanza, pegado a la costa, hacia Estambul o el mar Negro.
Çanakkale, en la orilla sur del estrecho, es una ciudad moderna, estandarte de la Turquía que emerge. A las nueve de la mañana aún duerme, como si fuera el día de Navidad. Me refugio un rato en una de las escasas cafeterías que encuentro abiertas y me dirijo hacia el puerto.
Se ve la otra orilla. Allí, a poco más de un kilómetro, está el continente que dejé ocho semanas atrás. Europa comienza en esas montañas verdes que se levantan al otro lado, en las cimas del parque nacional de Galípolis. Sólo resta cruzar un canal por el que cada pocos minutos pasa un mercante, hacia oriente u occidente, despertando unas aguas inmóviles como un charco de aceite. Sobre la superficie se dibujan, intermitentes, pequeños círculos. Parece que llueva, pero son los peces, pequeños y abundantes a pesar de tantos barcos. También hay muchas medusas, y cormoranes negros que se zambullen sin descanso en busca de comida.
Un ferry recién llegado descarga unas decenas de personas, algunos coches y un cicloturista que empuja una bicicleta reluciente cargada de equipaje. Le saludo, pero el joven viajero no me ve: mantiene la vista fija al frente y cuando me acerco, él acelera el paso.
Yo también estoy a punto de embarcar, aunque en sentido inverso. A bordo del feribot Gayrettepe, nos refugiamos del frío en el bar, con una bebida caliente entre las manos. Los pasajeros no tienen aspecto de emigrantes. La mayoría viste abrigos nuevos y forros polares. Una muchacha con un gorro de lana rojo hace los crucigramas del periódico mientras un niño juega con un teléfono móvil y su padre bebe Nestea. Los cartelitos de “Cigara içilmez” se acatan al pie de la letra. Quien quiere fumar, sale a cubierta.
Ya nos movemos. La embarcación sigue un rato junto a la costa y luego vira a babor para enfilar una boyas que señalan el paso más directo del canal. ¡Tut-tuuuut!, se saludan con la sirena los transbordadores, el nuestro y el que hace el viaje de vuelta, al cruzarse.
A las diez y media, piso de nuevo Europa y, emocionado por ver cumplido mi sueño de dar mi media vuelta al Mediterráneo, como si me persiguiera el diablo, me pongo a pedalear hacia el este. Me siento ya cerca de mi destino final. Estoy a... trescientos cuarenta kilómetros de Estambul. Nada menos. Esta es la distancia que tendré que recorrer entre hoy y pasado mañana.
Pero ahora disfruto del presente, de una carretera que fluye, llana y con buen asfalto, a ras de agua. El camino regala al viajero postales sublimes, pequeños rincones donde los plátanos crecen sobre un manto de hojas ocres y hierba, junto a un mar blanco como el otoñal cielo de los Dardanelos.
El canal es tan estrecho, sobre el asfalto hay tan poco tráfico, que sólo se oye el roce de mis neumáticos sobre la superficie y el lejano ronroneo de los motores de los mercantes. Las enormes masas de hierro flotantes se deslizan de forma casi milagrosa a escasos centenares de metros de la costa, y cinco minutos después de haber pasado, cuando su popa se aleja tras de mí, dos docenas de olas pequeñas rompen tanta quietud sobre la arena.
Los petroleros navegan despacio, a tres o cuatro nudos a la hora, y en poco rato alcanzo y supero a varios de ellos. No hay barcos militares a la vista. Supongo que el día que una flota de la OTAN pasa por aquí, los satélites norteamericanos siguen con detalle sus movimientos y escudriñan las montañas que jalonan los noventa kilómetros del estrecho, atentos a cualquier movimiento sospechoso.
¡Qué gusto! El día es casi perfecto para rodar en bicicleta. De las tres cosas malas que el ciclista puede encontrarse al pasar por la zona, viento, lluvia o niebla, tengo la menos mala, niebla alta.
Me vuelvo a sentir feliz.
Los últimos días sólo pensaba en situaciones vividas, en la ilusión con la que desembarqué en Tánger, los temores con los que llegué al Rif o el consejo que me dio Aladino de no viajar a Libia.
En mi repaso mental había personas de carne y hueso como los niños jordanos que me tiraban piedras o en el encantador señor Garil, de Nuweiba. No podía evitarlo: mi mente regresaba a las calas escondidas de Marruecos, a las arenas de Uadi Ram, a los bosques argelinos, a las bellísimas llanuras de Jezrael o a las perfumadas huertas de Siria. Y cada vez que retrocedía a los lugares que había visitado, hacía un poco míos paisajes que no olvidaré.
Pero tanto mirar hacia atrás me entristecía. Era la prueba de que el tiempo se agotaba.
Ahora me doy cuenta de lo que equivocado que estaba. Me quedan pocos días por delante, pero todavía van a suceder muchas cosas, y espero que tan buenas como la inesperada belleza que me acompaña.
Gelibolu es la última localidad de los Dardanelos antes del mar de Mármara. El personal de los numerosos lokanta que hay en su bonito puerto atiende a familias endomingadas que, pese al frío, comen en las terrazas con los abrigos puestos.
-Yo me siento dentro, gracias.
¿Es usted neozelandés? -me pregunta el camarero.
La pregunta suena a guasa, y a uno le apetecería responder: ¿Es usted de Papúa-Nueva Guinea? Pero no es una broma: en Gelibolu están acostumbrados a recibir a miles de visitantes de Australia y Nueva Zelanda.
En la península de Galípolis se libró una de las batallas más cruentas de la primera Guerra Mundial. El gobierno de Australia había hecho un llamamiento para ayudar a Gran Bretaña en su lucha contra Alemania y el imperio otomano, y centenares de miles de soldados de las antípodas entrenados en El Cairo fueron desembarcados al norte de la península.
Los mandos de las fuerzas aliadas erraron el cálculo, y, en lugar de encontrar una playa, los ejércitos quedaron atrapados, durante siete meses, entre acantilados, a merced del fuego turco e imposibilitados de avanzar.
Cuando se dio la orden de evacuar, medio millón de hombres habían muerto.
Ataturk mandó colocar una placa en memoria de los fallecidos. Su texto, sincero, aún emociona a los hombres y mujeres que cada año visitan los campos de batalla donde sus antepasados perdieron la vida: “Para nosotros no hay diferencias entre Johnnies y Mehmets. Ellos yacen junto a los nuestros... Vosotras, madres que enviasteis a vuestros hijos tan lejos de vuestros países, limpiaros las lágrimas de los ojos: vuestros hijos descansan en nuestro regazo y están en paz. Al perder la vida en esta tierra, se han convertido también en nuestros hijos”.
El camino se hace largo. He avanzado mucho, desde que llegué a Izmir, pero a costa de un gran esfuerzo. Tengo ya ganas de llegar a Şarkoy, el pueblecito costero donde espero pasar la noche.
Y ahora la ruta se complica. Dejo la carretera nacional, directa a Estambul, y una comarcal me sitúa, sin transición, en la Turquía profunda. Junto a la calzada ya no hay modernas gasolineras, coches lujosos ni anuncios publicitarios, sino casas de piedra de puertas minúsculas y pequeños cobertizos redondos para el ganado. El tráfico es casi inexistente; sólo viejos dolmuş descargan mujeres con pañuelo y hombres bigotudos con americanas raídas y mocasines llenos de barro. Unos gansos despreocupados atraviesan la calzada mientras una especie de mastín me persigue, rabioso, enseñando los colmillos y con la mirada clavada en mi pierna. Intento darle una patada en los morros, pero el bicho no se asusta hasta que me detengo y pongo los dos pies en el suelo.
Luego la carretera sube y sube, y con tanto ganar altura temo que la noche me caiga encima. El cartel que he visto en el cruce indicaba veinticinco kilómetros para Şarkoy, pero llevo ya quince y la bajada se resiste.
A las cuatro y cuarto, cuando las últimas luces del día iluminan los bosques que caen hasta el mar, por fin alcanzo al punto más alto. Me pongo toda la ropa disponible y, casi sin pedalear, llego a Şarkoy.
El pueblo es pequeño. Sólo hay un otel, me indican en una pastanessi. La habitación cuesta cinco miserables millones de liras, aunque, con lo cansado que estoy, hubiera pagado cuarenta con los ojos cerrados. Tukan, el recepcionista adolescente, me acompaña a la habitación, sacude el polvo de una toalla delante mío para que vea cómo me cuida y se sienta en la cama.
-¡Ok!, mister Gabriel -dice mientras me alcanza la toalla.
Ejem... Ok, Tukan. Tesekkür ederim –agradezco mientras le acompaño hasta la puerta.
Por fin solo, me dejo caer sobre la cama, agotado. ¡Y yo que creía que los últimos días serían de reposo, para así poder hacer de anfitrión a Sandra! A este paso, me tendrá que recoger con pinzas, cuando nos encontremos.
Si por lo menos durmiera en un hotel confortable... Es lo que pasa: llegas al pueblo, a éste o a cualquier otro, te dicen que hay un hotel y tú entiendes que es el único. Estás tan contento cuando te dicen que tienen habitaciones libres que ya no te planteas que pueda existir otro establecimiento. En consecuencia, aceptas lo que sea.
Al ir a cenar descubres que hay otros sitios donde dormir, y algunos incluso con calefacción. Como el hotel Ankara, en cuyo restaurante hombres y mujeres de edad avanzada juegan a cartas.
También está Selim, un turcoalemán de 40 años que se sienta a mi lado. Ha vivido buena parte de su vida en Berlín y, después de agotar todas las prórrogas posibles, ha regresado a Turquía para cumplir su deber militar con la patria. Pero se arrepiente. No debería haber venido, se lamenta. El país está muy mal, se gana poco dinero. En cuanto termine la mili, se vuelve a Alemania.
-¿Y te gusta Alemania?
Humm... –pone cara de circunstancias-. ¡No! La gente es nazi. En cuanto ven a alguien por la calle con un pelo negro, te miran mal, y si no vigilas te pueden matar. Pero en mi barrio no hay problemas: todos son turcos, árabes, italianos, portugueses y españoles. Y tengo un trabajo fácil. Hago de transportista. Te dan un paquete y te dicen: entrégalo allí. Y yo voy y lo entrego. Sin problemas.
El dueño del restaurante nos mira de reojo y en un momento en que estoy distraído, le dice algo a Selim, que se levanta y no se vuelve a acercar a mi mesa.
Pobre Selim: forzado por las circunstancias a vivir en el extranjero, junto a su padre y su hermana, y humillado en su propio país.
“Mucha suerte... en Turquía o en Alemania”, le deseo al marcharme. Y él, con aire triste, me da una palmadita en la espalda.
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