MARMARA EREGLISI- ESTAMBUL, 85 km . (bici)
Me ha producido una sensación extraña, llegar a Estambul por el oeste, remontando las mismas colinas que hace nueve siglos devastaron los cruzados camino de Constantinopla, Antioquía y Jerusalén, y que hoy aparecen cubiertas de autopistas de cuatro carriles y de barrios periféricos de una metrópolis de más de ocho millones de habitantes. Me encuentro en el archivigilado aeropuerto Ataturk aguardando el vuelo procedente de Barcelona, viendo pasar a muchachas vestidas con ropas modernas y con pañuelo, observando cómo adultos encorbatados saludan a ancianos, besando la mano y golpeándoles de forma suave la frente, un residuo de la ceremonial cortesía bizantina y otomana, de cuando los hombres, al cruzarse por la calle a lomos de un caballo, descabalgaban para prodigarse los más augustos buenos deseos.
Vuelvo a estar en Estambul, siete años más tarde, pero de nuevo me marcharé sin apenas conocerla. La primera vez me quedé sin ver la ciudad por las prisas que tenía de empezar mi viaje a China, y ahora que dispongo de tiempo, me la volveré a perder por culpa de los que amenazan con hacernos estallar en mil pedazos.
Los viajeros del pasado a menudo veían también limitados sus movimientos por la ciudad. Ibn Battuta, que era musulmán y que la conoció en el siglo XIV, no pudo visitar Aya Sofia porque era un templo cristiano. Y Alí Bey, que llegó casi quinientos años más tarde, cuando ya era musulmana, sólo pudo pisar sus mezquitas disfrazado de árabe.
Los tiempos no cambian, como si la historia se resistiera a dejarnos crecer.
Pero, ¿qué queda después de vagar a ritmo acelerado por la otra orilla del Mediterráneo durante nueve semanas?, me pregunto a la hora de hacer balance. La respuesta a la fuerza tiene que ser que me invade una confusión aún mayor que al comienzo, que no hay más conclusión que la ausencia de ella.
El Mediterráneo sigue confundido en la mezcla cultural, religiosa, étnica e idiomática que siempre ha sido. Es un rompecabezas seductor que atrae, de forma irremisible, a cantautores, idealistas y poetas soñadores, pero que al mismo tiempo desconcierta a quien se le acerca demasiado. En especial en la actualidad, en que el presente está en exceso contaminado por todo lo que pasa en el mundo.
¿Hacia dónde van? ¿Hacia dónde vamos?
Estas siguen siendo las grandes incógnitas, el gran misterio que dos meses de viaje no han conseguido aclarar.
Dentro de dos horas, Sandra y yo bajaremos hasta el Cuerno de Oro, y ya de noche, embarcaremos en un pequeño ferry que en poco rato nos dejará en Büyukada, la mayor de las islas Príncipe, un islote cubierto de pinos, acacias y magnolias en medio del mar de Mármara, lejos de Europa y de Asia, fuera del posible alcance de las bombas. De nuevo juntos, pasaremos dos días placenteros entre la bruma y el sordo sonido de las sirenas de los barcos, paseando por los mismos bosques y mansiones de madera donde vivieron Leon Trotsky, intelectuales, potentados y hombres de estado.
Y sí, también visitaremos Estambul, de forma rápida y precipitada, aunque sólo sea para sentirnos vivos y reírnos de los de las bombas. Para demostrarles que seguimos siendo mujeres y hombres libres.
Einstein ya lo decía: la vida es como montar en bicicleta; hay que seguir avanzando para no perder el equilibrio.
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