TANTA-ALEJANDRÍA, 137 km . (bici)
Al acostarme, oí el zumbido agudo de mosquitos y me puse el repelente que compré en Túnez. Pero al cabo de un par de horas, de nuevo se abalanzó sobre mí el odioso fiiiiiii, fiiiiiiii, fiiiiiii que te taladra el cerebro más que las picaduras la piel. Me tapé con el cojín, intenté aislarme, pensar en cosas agradables para conseguir conciliar el sueño, pero no había nada que hacer. Cansado, llamé a recepción y al momento apareció mi salvador, armado con un enorme bote de insecticida. Roció techo, paredes, cama y el suelo y los malditos insectos se fueron, ellos también, a dormir.
Entre una cosa y otra, sólo he dormido cuatro horas.
Quien sigue en sus dulces sueños es el camarero de la cafetería, sentado en una silla ante un televisor encendido, con la cabeza apoyada sobre la mesa. Me sabe mal, pero debo despertarle. Y si reacciona mal? Todavía no tengo una idea formada de cómo es la gente del país. La imagen que tengo de ella está cargada de tópicos y condicionada por películas en las que el egipcio era siempre el callado y obediente servidor de arrogantes ingleses con guerreras de color caqui. En la ficción, vestían túnica y el color de su piel era más oscuro que el real, seguramente a causa del betún. El colonizado soportaba humillaciones y maltratos, cuando se producían revueltas contra los imperialistas daba la espalda a los suyos y se mantenía fiel a sus señores. Hasta que llegaba el día en que, cansado de tanta tiranía, acuchillaba al sir al que servía de forma traicionera, a sangre fría y por la espalda.
Por suerte, mi camarero se lo toma a bien: me sirve el desayuno e incluso me pide sellos de España.
A las siete y media abandono la ciudad dormida. Hoy es viernes, día festivo en Egipto, tanto para los musulmanes como para los también numerosos cristianos. Son varios millones, cuatro según el gobierno, siete según ellos mismos. Pertenecen a la iglesia copta, y llegaron al Nilo huyendo de los romanos. En la ciudad tienen un templo muy céntrico, bastante grande, con un campanario rematado por una cruz y textos en la fachada escritos en árabe y griego. Sólo entiendo una palabra de lo que dice, Tantas.
Si todo va bien, hoy llegaré a Alejandría. Una autopista conduce hasta la mítica ciudad que los árabes llaman El Iskandariya por un paisaje monótono, sin la abundante vegetación de ayer, sin pueblos interesantes, canales ni acequias. Junto a la carretera sólo se ven campos de algodón o de arroz, algunos frutales y una vía de tren por la que cada hora circula un veloz convoy pintado de rojo, blanco y negro, los colores de la bandera egipcia.
Pedaleo por una ancha línea de asfalto, esquivando las cajas de guayabas que los vendedores tienen esparcidas por el suelo. Cruzo una sola vez el brazo izquierdo del Nilo, de unos cuatrocientos metros de ancho, y ni siquiera puedo sacar una foto porque controles militares vigilan los dos extremos del puente.
Pero avanzo deprisa, casi setenta kilómetros en tres horas.
Me detengo en Damanhur, donde ya se percibe la cercania del mar. Aquí se come pescado fresco, no salado como en Tanta. Y si allí vendían turrones, el dulce del desierto, en esta pequeña ciudad encuentro ricos hojaldres.
Cansado de autopista, tomo un desvío en busca de la carretera antigua. Allí, bajo un árbol, hay un hombre.
-Disculpe, señor: ¿El Iskandariya?
Señala que tengo que volver a la autopista, y yo que no, que quiero ir por carretera, que estoy ya harto de autopista –le explico con gestos.
El hombre menea la cabeza. Yo insisto, pero él vuelve a señalar la autopista.
En apenas unos minutos, me veo rodeado por una veintena de personas aparecidas de debajo de las piedras. Mi pregunta se transmite a los que se acaban de incorporar, y todo el mundo coincide en que dé media vuelta, porque por allí no voy a ningún lado.
Hasta que un hombre entiende mi intención. Tengo que seguir recto un par de kilómetros y torcer a la izquierda. ¡Chukrán!, me despido.
A los diez minutos vuelvo a estar en el mismo berenjenal, parado en el centro de un pueblecito llamado Abu Hummus. Ante mí tengo un camino lleno de socavones en el que quizá un día hubo asfalto.
Mi presencia concita la atención de niños y de los pocos hombres que no han acudido a la llamada del almuédano. También están los dueños de un par de carros de colores y sus caballos, guarnecidos con cascabeles, y de unas preciosas calesas negras que esperan la llegada de clientes.
El veredicto es casi unánime: tengo que volver por donde he venido. Sólo alguno acepta que por aquí también puedo llegar, pero con tan poco convencimiento, que opto por retroceder.
Centenares de hombres abandonan la mezquita que hay a la salida del pueblo. Se nota que ha finalizado el sermón, porque los automovilistas que se habían detenido reanudan la marcha. Por el campo, numerosas mujeres caminan arrastrando tras de si a hijos y nietos, con unas grandes ollas de latón sobre la cabeza. Se dirigen a casa de los padres o de los suegros, para compartir día tan señalado con la familia.
A las dos de la tarde, me regalo un refrigerio en un local cubierto por telas azules con ornamentaciones florales rojas, verdes y naranjas. Cuando veo que me sirven el doble de lo que he pedido, inclusive un platazo de arroz del que podrían comer cuatro, ya veo que a la hora de la cuenta habrá problemas.
Y los hay, porque me piden veinticinco libras, el doble de lo habitual.
La discusión que sigue a la presentación de la cuenta es de lo más previsible: les pido que me detallen los números, cuando los dos chicos lo hacen les digo que me cobran el zumo de guayaba al triple del precio normal, ellos replican que en El Cairo los turistas pagan mucho más y acaban por rebajarme dos misérrimas libras.
Me siento robado, pero me molesta que esto suceda en sitios donde apenas ha llegado el turismo, descubrir lo rápido que se pegan vicios universales como la Pesca de la Cartera del Turista Desprevenido. Porque se comienza por pedir el doble y, si cuela, al siguiente se le pide el triple.
En el fondo me siento mal conmigo mismo. Viajas con el propósito de no modificar ni influir en las gentes, pero acabas descubriendo que todos tus intentos de no dejar huella son en vano.
Así son las cosas y así hay que aceptarlas. Mejor quedarse con las situaciones divertidas. Aquí van unos datos que esta mañana he podido confirmar: en un camión pequeño caben cinco búfalos colocados de través y todos mirando hacia el mismo lado, por si los pedos; en una furgoneta Chevrolet tipo pick up pueden cargarse dos de estos animales o bien cuatro terneros. En cuanto a sacos de algodón o de arroz, hay capacidad suficiente para treinta, cuarenta o cincuenta, tantos como el conductor sea capaz de sujetar con una cuerda sin peligro de perderlos por el camino. Algo que a veces sucede. Hace unas horas he visto un vehículo que había embestido el remolque que un camión había dejado olvidado en medio de la calzada.
El horizonte se llena de rascacielos, señal inequívoca de que nuestro esfuerzo va a recibir su justo premio.
Alejandría es uno de esos destinos míticos que, por si solos, justifican un viaje. En el malecón, sentado frente al mar, enciendo un excelente cigarrillo Cleopatra mientras un vientecillo de mar, suave y húmedo, impulsa a los veleros que participan en una regata en el puerto oriental. A mi espalda, las fachadas de viejos edificios cubiertos de salitre rememoran tiempos mejores enfrentados al mismo mar que en el pasado les trajo opulencia.
Alejandría: ha costado mucho llegar hasta aquí, y ahora que he llegado, estoy convencido de que no me decepcionará. Nada borrará mi felicidad de estar aquí ahora. Ya sé que el faro y la biblioteca, que guiaron a navegantes y hombres de letras, dejaron de existir hace siglos. Y casi lo celebro, porque, de lo contrario, habrían edificado entorno a ellos decorados de cartón piedra y locales de comidas rápidas. Sin atractivos de primera magnitud que ofrecer, la ciudad se nos mostrará real y auténtica, con todas las arrugas y marcas que el tiempo ha sembrado en su piel.
Queda poco de la urbe fundada por Alejandro Magno, de los palacios donde unos enamorados Cleopatra y Marco Antonio vivieron su historia de amor, del puerto en el que desembarcó Napoleón Bonaparte o de la prosperidad comercial que crearon árabes, griegos, italianos, judíos y gentes venidas de todos los confines mediterráneos.
Los primeros alejandrinos a los que conozco son la niña a la que fotografío, subida al muro de piedra que da al puerto, y a su padre. Mohamed es profesor de arte y me recomienda hoteles, sitios que debería ver, y me muestra el castillo de Qaitbey: “Allí a la izquierda, ese edificio blanco que está al final del istmo que cierra el puerto. Allí estaba el faro”.
A Mohamed le encanta su ciudad y no tiene ni una palabra positiva para El Cairo, demasiado grande, demasiado sucia. Le comento que, en una primera impresión, Alejandría me recuerda a Europa, por sus edificios, por los nombres de sus calles, escritos en inglés además de en árabe, por establecimientos como el Cafe Rialto, Chaussures Edouard o Venezia Clothes, por la cantidad de comercios griegos y por las delegaciones francesas o británicas que se conservan.
De su escéptica mirada, deduzco que le gustaría, pero que la realidad es otra.
La realidad la encuentro en el Hotel New Capri, en la séptima planta de un edificio situado en la céntrica plaza Saad Zaghloul. El chico de recepción me trata con displicencia. En un momento determinado entiendo que dice que le siga y, sin quererlo, me cuelo en la vivienda familiar. Ante mí está la madre, que me mira con curiosidad, con los ojos abiertos, de forma franca y directa, sin desviar la mirada. Pero justo en el momento en el que va a decirme algo, el hijo la interrumpe de forma brusca y la mujer se retira a una habitación.
Ya de noche, bajo a dar un paseo por el centro, y mi idea de lo que es una ciudad bulliciosa empequeñece por lo que encuentro. Las calles han sido tomadas por millares de personas que deambulan aceleradas por aceras casi impracticables y por el centro de las calzadas, por ciclistas y conductores de carros que se precipitan contra las multitudes, por automovilistas que circulan con las luces apagadas y haciendo sonar sus bocinas, invadiendo los cruces sin levantar el pie del acelerador con una confianza ciega en que la muchedumbre ya se apartará.
Parece como si los tres millones y medio de alejandrinos se hubieran puesto de acuerdo para salir de casa todos a la vez. Las tiendas están abarrotadas, incluso las más selectas, esas que venden relojes Swatch o ropa Armani. Familias enteras, con las manos ocupadas por chiquillos que se quieren escapar y por grandes bolsas, caminan a su aire, sin orden, tropezando unas con otras.
Y yo estoy agotado. Después de pedalear ciento treinta y siete kilómetros, no estoy preparado para tal histeria colectiva. Busco un sitio donde cenar, y, agobiado, acabo en un Kentucky Fried Chiken, donde, a precio de oro para los estándares egipcios, me sirven una ración mínima. Eso no parece importarle al chico que calza unas impólutas zapatillas Nike ni a la madre rubia que da de comer a sus retoños. Ellos son felices en este submundo. Pero yo no; tengo más hambre.
Devoro un shawarma en plena calle y unos dulces en una pastelería donde no parecen muy conformes con que quiera sentarme. Y al terminar vuelvo rápido al New Capri.
Desde la cama, ya con la luz apagada, la cacofonía del tráfico es todavía audible, pero cada vez más lejana.
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