Gabriel Pernau

En bici por Marruecos, Argelia, Túnez, Egipto, Jordania, Israel, Palestina, Siria, Líbano y Turquía

El muro


AFULÁ-MONASTERIO DE YERÁSIMOS, 132 km. (bici)
Son las ocho de la mañana. Estoy llegando al check point que controla la entrada a Cisjordania por una carretera más cercana a la frontera jordana, a ver si hoy tengo más suerte.
Los soldados son caprichosos, me han advertido. Un día te dejan pasar y al siguiente te cierran el paso sin motivo aparente. Me han recomendado dar pocas explicaciones, llegar en plan resolutivo, muy seguro de mí mismo y tocar madera. Y esto es lo que hago, tras adelantar a una larga hilera de camiones que hacen cola.
Al soldado que me pide el pasaporte, le digo que voy camino de Cisjordania.

-La situación allí es insegura –me advierten él y su joven compañero.
-Como siempre, ¿no?

-Hay disparos. Ayer murieron dos soldados, y hoy los tanques patrullan por Jenín –cuentan con la naturalidad de quien está acostumbrado a vivir entre constantes amenazas.

Esto dificulta mis planes. Si murieron dos israelíes, las autoridades deben estar tomando represalias contra la población según una fórmula que se aplica con dramática exactitud: la vida de varios árabes por cada judío muerto.

-Ayer llegaron dos españoles y les dejamos pasar. Se fueron a pie hasta Jenín, pero, viendo como estaban las cosas, regresaron al cabo de unas horas –añade el más veterano de forma amigable.
-Yo creía que durante el Ramadán se calmaban los ánimos... –comento.

Los soldados niegan con la cabeza, como queriendo dejar claro que en Palestina la paz es algo desconocido.

-Mira; nosotros te dejamos pasar, pero te sugerimos de verdad que no lo hagas –me recomiendan.

Un tercer soldado se suma a la conversación. Se llama Robert.

-Mi padre es español; habla ladino.
-Bueno, más que español debe ser sefardí -puntualizo.

-Pues eso.

¿Y para qué quieres ir allí? –me pregunta el soldado que retiene mi pasaporte, que también se llama Gabriel-. En Israel hay sitios muy bonitos para montar en bicicleta. En Cisjordania sólo encontrarás pueblos árabes. Y mejor que tampoco pases por el valle del Jordán.

-Oye, lo que tendrías que hacer es poner un palo con una bandera blanca sobre la bicicleta –propone Robert.
-No me gustan demasiado las banderas.

-Pues te iría bien. Ellos no saben quién eres. Podrían dispararte. De verdad, pónte una bandera blanca.

Definitivamente, renuncio a mis planes. Si querían asustarme, lo han conseguido.
Un día más, regreso por donde he venido.
Serguei y Maxi son camioneros, gente bien informada, y coinciden con los militares: no debo ir a Jenín. ¿Y si me subiera a uno de sus camiones? Ni hablar. A ellos, los palestinos de los territorios les tratan bien puesto que les llevan comida y todo lo necesario para vivir. Pero los transportistas llegan a Jenín, descargan y de inmediato vuelven a salir. ¿Qué iba a hacer yo, solo, en medio de Cisjordania en bicicleta?

-Por la carretera del Jordán sí podés pasar, en cambio. Allí no hay problema –me tranquiliza Maxi, de origen argentino-. Pero no te iría mal chevar una bandera blanca. Y si querés un consejo, en cuanto llegás a una check point, abríte la campera para que los soldados vean que no cheváis explosivos.

Serguei, el amigo ruso de Maxi, permanece en silencio. Lleva una cruz colgada del cuello. Le digo que hay muchos rusos en Israel, y mi comentario no le gusta nada: “Hay muchos más árabes –replica-; cada mujer árabe tiene diez o quince hijos”.
A la izquierda del control militar, maquinaria pesada remueve tierra en una ancha franja de terreno. A un par de kilómetros se observa un muro de hormigón a medio construir que avanza hacia el oeste.

-Éste es el famoso muro –señala Maxi.
-Es altísimo. ¿Servirá de algo?

-Qué va. Más al sur, en las zonas donde está acabado, ya han encontrado la forma de pasarlo.

Lo sospechaba. En los tres últimos años han perdido la vida unas quinientas personas a causa de los atentados suicidas, y la solución para acabar con ellos ha sido encerrar a los palestinos dentro de una gran jaula y condenarlos a vivir en la miseria, sin contacto con el exterior. El muro, de seis metros de altura, medirá setecientos kilómetros, y su construcción cuesta al estado mil cuatrocientos millones de dólares. Se instalan cámaras de vigilancia, alambradas, fosos y una valla metálica con sensores para disuadir a todo aquel que tenga intención de saltarlo.
La Organización para la Liberación de Palestina ha denunciado repetidas veces el apartheid que se impone a su pueblo con esta obra, que recuerda demasiado a los guettos que los judíos padecieron en Europa. Pero la comunidad internacional apenas ha reaccionado. El Estado dispone y Estados Unidos bendice sus decisiones.
Retrocedo cinco kilómetros y tomo una carretera que baja hacia el Jordán por un ancho valle. Los bosques frondosos dejan paso a una sucesión de pequeños lagos rodeados de palmeras y, más adelante, al llegar al fondo de la depresión, a un árido páramo cubierto de hierbas quemadas por el sol. Se nota que hasta aquí no llegan las abundantes lluvias que riegan la costa.
En una solitaria parada de autobús, un soldado de una división acorazada corre a agarrar el fusil que había dejado junto a un banco al percatarse de que soy extranjero. A pesar de los atentados suicidas, al chico no le asusta usar el transporte público. “No se puede vivir siempre con el miedo en el cuerpo”, razona.

-¿Y tú, por qué no lo coges? –pregunta.
-A mí sí que me da bastante respeto. Además, he prometido que no volvería a hacerlo mientras estuviera en Israel.

-Claro. Pero esto que quieres hacer de pasar por pueblos árabes, mal asunto. Ve con cuidado.

A pocos kilómetros de Cisjordania encuentro un pueblo que es la imagen viva del paraíso terrenal que los judíos anhelan. Es un conjunto de casas blancas rodeadas de césped. En algunas venden antigüedades y hierbas del bosque, hay señoras que pasean a sus retoños y hombres con sombrero que limpian el coche. “Que tenga usted un buen día”, me desean, con una sonrisa, los soldados del último control militar del día.
Ahora sí, circulo por territorio palestino, aunque la carretera está bajo jurisdicción israelí. Paso por el asentamiento judío de Mehola, una especie de pueblo de los horrores, rodeado por un alto muro de hormigón con torretas de vigilancia. En su interior hay todo lo necesario para una vida autárquica: depósitos de agua, graneros, una pequeña central eléctrica, pistas de deporte, escuela y casas con aspecto de barracones. Cuesta imaginar lo que debe ser la vida aquí dentro, lo que deben pensar los chicos que se han criado en esa cerrazón el día que descubren que, más allá de los alambres de espino, existen otros mundos en los que es posible salir a la calle desarmado.
Pero Israel es el país de las vallas. La que ahora me acompaña, paralela a la carretera, está electrificada, dispone de detector de intrusos y mide tres metros de altura. Un par de kilómetros más allá está el Jordán, ya sobre suelo jordano.
Llego a uno de esos pueblos árabes de los que me han prevenido. Se supone que los árabes son temibles, que corro un peligro mortal, pero es una de las escasas ocasiones desde que llegué a Israel en que sonrío de forma abierta. Todas las personas con que me cruzo me saludan. “Welcome!”, me dice un niño mientras otro me lanza un beso y un hombre que vende fruta me llama para que me acerque.
El pueblo es tan mísero que carece de carteles que indiquen su nombre. Numerosas casas están a medio construir, las bolsas de basura se acumulan por todas partes y las mujeres trabajan el campo con herramientas manuales.
No oso detenerme, de todas formas. Tantas advertencias han hecho mella en mí.
Luego vienen otros pueblos anónimos y a lo lejos se vislumbra ya el mar Muerto. El primer desvío hacia Jericó, donde pretendo pasar la noche, está cerrado. Hacia él –es decir, hacia mí- apunta en este momento el nido de ametralladoras que descubro en un monte cercano, protegido por sacos terreros y cubierto por telas de camuflaje. Unos kilómetros más adelante, la segunda carretera también está bloqueada, en este caso por una guarnición militar. Aarón, el hermano de Moisés, derribó las murallas de la ciudad al son de las trmpetas israelitas. Para mí, en cambio, están férreamente cerradas.
Alguna forma debe haber para llegar a Jericó. Sí; ya lo tengo. Pero está lejos. Según el mapa faltan... aún quince kilómetros, distancia que mañana tendré que repetir para salir del país.
Se acabó. Estoy harto. Me voy de Israel. Hace sólo unos minutos he dejado atrás el desvío que conduce al puente Allenby. Si me doy prisa, en Jordania aún encontraré un taxi que me lleve a Damasco.
Recojo un puñado de arena para mi colección y desando los dos últimos kilómetros.

-La carretera está cerrada –me informan en el acceso al paso fronterizo.
-¿Cómo que cerrado? ¡Si son las tres y media! –protesto.

-¿Es usted diplomático? ¿Verdad que no? Pues vuelva mañana.

El hombre es áspero, habla con una molesta suficiencia. Suerte que su amigo, un soldado joven, és más afable. “Durante el Ramadán los jordanos cierran antes -aclara el chico con cara de disgusto-; mañana, a partir de las ocho, podrá pasar”.
Estoy cansado. Llevo ya ciento treinta kilómetros, muchos de ellos con viento de cara. ¿Y si preguntara en el monasterio de la cúpula plateada que vi el día de mi llegada a Israel?
Un palestino me hace de intérprete con Joseph, un monje griego, de treinta años, con barba canosa y vestido con una túnica azul llena de polvo. El hombre cuenta mi problema a otros monjes tan delgados y barbudos como él, y la comunidad resuelve que puedo pasar la noche con ellos.
Estoy en el monasterio de Yerásimos, en uno de esos recintos griegos en los que se inspiraron los cruzados al importar la vida monástica a Europa. El recinto data de 1885 aunque sus orígenes se remontan al año 455, cuando un eremita de Asia Menor, que había vagado durante dos años por el desierto, se estableció en el lugar en el que María pasó su última noche en Palestina antes de cruzar el Jordán. La leyenda cuenta que Yerásimos llevó una vida en extremo austera y en contacto con la naturaleza. Se dice que el hombre salvó la vida a un león, que éste le siguió siempre en señal de gratitud y que el día de su muerte, el animal se tumbó sobre su sepultura y expiró.
El monasterio devino un lugar de peregrinación para numerosos monjes griegos. Su vida se desarrollaba en la más absoluta austeridad. No podían beber vino ni tomar alimentos cocinados. A excepción de la comida semanal comunitaria, estos anacoretas se conformaban con pan, dátiles y agua. Se pasaban el día trabajando, elaborando productos artesanales, aceptando los donativos que los habitantes de Jericó les llevaban. Aquellos que llegaban a ser perfectos a los ojos de Dios eran autorizados a vivir en celdas. El objeto de su existencia era liberarse de toda pasión, cólera y cobardía.
Algunos nichos todavía se conservan, a medio kilómetro del monasterio. Son aberturas excavadas en la roca en las que apenas cabe una persona estirada.
A las siete en punto suena la campanilla que anuncia la hora de la cena. No me hago rogar; estoy hambriento. En el pequeño patio interior del monasterio me encuentro con las personas con las que voy a compartir mesa, y de uno en uno, como buenos hermanos, pasamos a una amplia sala de techo abovedado. Sobre un tapete floreado descansan dos fuentes con espaguetis, dos ollas llenas de pequeñas manzanas, latas de sardinas y un poco de queso. Es todo cuanto hay para las diez personas que nos hemos reunido, todos griegos menos yo: cinco monjes, dos mujeres que venden velas e iconos en la entrada y dos jóvenes seglares.
El religioso de más edad bendice la mesa y nos sentamos. En un escrupuloso silencio, una de las señoras sirve los platos de todos los comensales menos el del flaquísimo religioso que tengo a mi izquierda, que se conforma con una rebanada de pan con queso.
Devoro el plato en un santiamén.

-¿Quiere más? –me indica la señora con un gesto.
-Por favor.

Aún no he comenzado el segundo plato y todos han terminado ya de comer. Me doy prisa. Aún con los espaguetis en la boca, pelo una manzana, la corto, me pongo los trozos en la boca y cuando iba a por la segunda, todo el mundo se pone en pie para dar gracias por los alimentos recibidos. Termina la breve oración y mi mano derecha, que se abalanzaba sobre otra manzana, se queda a medio camino. Una de las señoras me reprende con la mirada. Por lo visto no puedo.
La cena ha durado diez minutos escasos.
En el patio hay un rato de asueto antes de que los monjes se encierren en sus celdas a leer y orar. Apostolos, uno de los jóvenes, es el único que habla inglés. Vino a Yerásimos a pasar unos días, pero lleva ya varios meses vagando por Israel. Ha visitado siete de los quince monasterios ortodoxos que hay en el país y pretende ir a todos. Este donde nos encontramos es el más rico, dice. Los situados en lugares remotos carecen de carreteras y son pobres en grado extremo.
A Apostolos le impresionó conocer al padre que se encarga de Yerásimos, que estos días está en Grecia: “Da trabajo a quince palestinos para que cuiden del monasterio, a pesar de que con cuatro sería suficiente. Y reparte comida a familias pobres de Jericó y a los otros monasterios griegos. Es un santo”.
Yerásimos se mantiene gracias a la venta de rosarios, iconos, velas y cirios. Toda la cera que arde en las iglesias ortodoxas de Jerusalén procede de este pequeño santuario. Antes de la Intifada, los ingresos se completaban con las mesas que, los fines de semana, alquilaban familias árabes y hebreas para comer en el jardín de palmeras y olivos que hay en el exterior. De ese modo, los niños se divertían con los camellos y los monjes rompían su monótona vida cotidiana.
Pero eso era antes. Ahora, se alquilan dos o tres mesas a lo sumo.
“La situación es desastrosa”, asegura Apostolos, que manifiesta su simpatía por los palestinos. “Los israelíes quieren ahogar su economía y obligarlos a refugiarse en las montañas, en el interior de Cisjordania. Por eso han cortado las carreteras que llevan a Jericó”.

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