WADI RUM
El nuevo día penetra poco a poco en el cerrado valle de Wadi Rum. El aire es fresco, y, al asomar la cabeza fuera de la tienda donde he pasado la noche, descubro que he dormido entre impresionantes paredes de piedra.
Los ocupantes de varias tiendas desayunan ya junto a un muro mientras una pareja de excursionistas se dirige, con pesadas mochilas en la espalda, hacia las montañas. El campamento está lleno de escaladores. Este recóndito lugar de Oriente Próximo se descubrió para la escalada a mediados de los años ochenta y, desde entonces, la afluencia de deportistas aumenta sin cesar. Vienen a coronar paredes verticales de mil metros. Los hay con aspecto de ermitaños, con barbas y camisetas sucias, como si hiciera una semana que no se asearan. Quienes acaban de llegar se reconocen por sus impolutas ropas blancas. Se tomarán un día o dos para aclimatarse. Luego afrontarán las vías que en casa han estudiado de forma minuciosa durante semanas.
Los escaladores hacen estiramientos sobre la arena, desayunan corn flakes que han traído de su país y hacen comentarios del tipo “mira, ahí van unos turistas a dar una vuelta en camello”. Porque ellos no son turistas. No vienen aquí a conocer las costumbres y a las gentes del lugar. Ellos son otro cosa. Vienen a lo que vienen. Si están aquí es para subirse a una pared, y punto.
Es una forma más de viajar. Unos acuden a Roma para ver iglesias y museos, otros se van a Africa a estudiar las danzas swajili o a Cuba a practicar deportes de alcoba.
Yo también fui turista deportivo. Pero un día concluí que estaba harto de pasar demasiado aprisa por pueblos y montañas. Atravesar los Highlands escoceses, el Atlas marroquí o las Alpujarras en bicicleta tenía mucha épica, pero poca poesía. De modo que decidí dedicar más tiempo a conocer gentes y lugares.
Anoche, por ejemplo, conocí a un tipo divertido. Es policía y se llama Al Shisani, que, como su nombre indica, es checheno. Este hombre de frente ancha y ojos claros es el encargado de vigilar el campamento, y cada vez que contaba algo gordo, pero que muy gordo, movía la mano a toda velocidad, y sus dedos producían un chasquido parecido al descorche de una botella de cava.
-¿Y qué hace un checheno tan lejos del Cáucaso? –le pregunté.
-Somos unos veinticinco mil, en Jordania. Los primeros llegaron en 1918, huyendo de la revolución rusa y de las persecuciones religiosas. En 1935 vinieron más y en la actualidad sigue llegando gente que escapa de la guerra. Mi abuelo fue de los primeros. Quiso probar suerte, y al comprobar que se estaba bien, llamó a la familia. Yo nací en un pueblo a cuatrocientos kilómetros de aquí.
-Y, ¿te gusta Jordania?
-Es mi país –dice con poco convencimiento-; aquí están mi familia y mis amigos: me tendría que gustar. Pero a pesar de ser musulmanes, no nos parecemos en nada, ni en tradiciones ni en idioma, a los árabes.
A Al Shisani le gustaría conocer España y encontrar a una mujer con quien casarse. Por eso estudia español. Los rudimentos del idioma los aprendió en Haití, durante los ocho meses que pasó en el país caribeño al servicio de Naciones Unidas. “Fue una gran experiencia –asegura-; pude conocer otro idioma, otras costumbres, otras comidas, gentes diferentes y... también a varias mujeres”.
-Seguro que eso fue lo mejor...
-¡Hummm! -concede sin entrar en detalles.
-Por cierto –me dice al marcharme-; si ves a un español llamado Juanjo dile que me venga a ver, porque ha aparecido la cámara fotográfica que le robaron en Petra. Tiene que volver allí para rellenar unos formularios y declarar ante el juez.
-Así lo haré -le prometo.
Compro una botella de agua y me voy a pasear por Wadi Rum, un trozo de desierto cuyo descubrimiento para los europeos va unido a la figura de Lawrence de Arabia. El arqueólogo viajó durante cuatro años por Oriente Próximo con el propósito de recabar información para la tesis que preparaba sobre la arquitectura militar de las Cruzadas y, visitando el lugar en el que me encuentro, alertó sobre la amenaza que la construcción de un puesto policial suponía para un milenario templo nabateo.
El excéntrico y misterioso británico volvió a pisar, ya como espía, estas arenas, al mando de las tribus árabes que libraban una lucha sin cuartel contra el ejército turco. Desde este laberinto de colosales montañas, Lawrence saboteó la cercana vía férrea que unía Estambul con la ciudad santa de Medina.
En su libro Los siete pilares de la sabiduría, Orens –como le conocían sus amigos árabes- califica Wadi Rum como una “catedral a cielo abierto”. No hay mejor forma de describir este templo de la naturaleza, evocado en el Corán por “el esplendor inigualable de sus montañas”.
Hace media hora que mis pies se hunden en la arena. Sólo oigo el zumbido de mis oídos, poco acostumbrados a la ausencia de ruido, el vuelo de algunas moscas que vienen a hidratarse en mi piel sudada, y mis pisadas. Avanzo por una franja de desierto recta y de más de un kilómetro de ancho. A lado y lado se levantan los muros de la catedral de Lawrence, gigantes de granito rosado que parecen emerger de las profundidades de la tierra.
A la sombra de unas montañas, encuentro un todo terreno con las puertas abiertas y, cincuenta metros más allá, tras un montículo, un par de hombres. Juegan a las damas en un tablero dibujado sobre la arena, mientras, a su lado, unas brasas mantienen caliente una ennegrecida tetera. Como fichas improvisadas, el del pañuelo rojo usa piedras; el del mono azul, que es manco, pequeños excrementos secos.
-Chai? -me ofrecen al acercarme.
Mi presencia no parece incomodarles. Todo serenidad, siguen impasibles con su juego, ajenos al paso del tiempo o a la presencia de un extranjero. Sólo hablan al finalizar otra partida, que vuelve a ganar el de azul. Entonces, comentan en voz baja los lances del juego.
Desconocedores de lo que son las prisas, lo más seguro es que permanezcan aquí hasta que sientan hambre.
-¿Y el Ramadán? –les pregunto mientras me sirven otro té.
-¿Ramadán? –replica más extrañado aún, casi indiferente, uno de ellos. El ayuno tampoco va con ellos.
Sigo hacia el sur. De vez en cuando, en la lejanía, pasa el viejo Toyota de un beduino o modernos todo terreno blancos que traen a turistas de Ammán. Pero apenas se les oye, porque la grandiosidad del entorno absorbe el ruido de los motores.
Camino despacio sobre un mullido colchón de arena que cambia del amarillo al dorado, del dorado al naranja y del naranja al rosado pasando por una infinidad de gamas intermedias.
Me encaramo a unas losas, y, unos cincuenta metros sobre el nivel del valle, la vista es perdidamente bella. La arena, los monolitos de roca y la salvaje soledad convierten el lugar en algo único.
En este escenario se rodaron las escenas más recordadas de Lawrence de Arabia. Ya me parece oír el galope de las tropas beduinas, a punto de aparecer ante mi campo de visión, con Peter O’Toole y Omar Sharif a la cabeza, mientras en las moles pétreas que circundan esta catedral retumban los acordes de la banda sonora que Maurice Jarre compuso para la ocasión.
Sin agua, regreso al campamento, y tras descansar un poco, por la tarde camino en sentido opuesto, hacia las ruinas del templo nabateo que se conserva al pie de la cima más alta de Wadi Rum. Sentado en un muro de casi dos mil años de antigüedad, contemplo la pared que, a un centenar de metros, se yergue hacia el cielo. De las alturas llegan unas voces huecas, norteamericanas, sin que consiga ver a nadie. Una pareja de franceses que llegan caminando a ritmo ágil, cubiertos de polvo pero felices, me señalan el punto donde se encuentran los escaladores:
-¿Ves encima de la mano? –señala la mujer.
Y, efectivamente, a quinientos metros de altura, la roca forma una protuberancia con un parecido asombroso a una mano. Sobre el dedo anular se aprecia una figura minúscula, apenas una mancha, que se mueve. Y más abajo parece que hay otra.
Satisfecha mi curiosidad, tomo el camino por donde ellos han venido y me desvío hacia el sur, subo una empinada cuesta de rocas desgastadas y, después de media hora de ascenso encuentro el sitio que buscaba. He llegado a tiempo de ver la caída de la noche sobre Wadi Rum, un espectáculo tan bello como fugaz. Al poco de llegar, el sol a punto de ponerse tiñe el valle, las montañas y la arena, de color naranja, en unos minutos cuanto me rodea queda envuelto de tonos rosados, y, al final, del rojo intenso de las calderas.
Cuando el astro rey se oculta, las montañas se apagan con rapidez, vistiéndose del gris preludio de la noche. Por el fondo del valle circulan varios todo terreno cargados de turistas, pequeños puntos desde donde me encuentro, que vuelven para casa, surcando el desierto a toda velocidad y dejando tras de sí estelas de polvo en suspensión.
Antes de que anochezca, bajo a Wadi Rum. Para atajar camino, salto un alambre, y unos perros vienen a mi encuentro para anunciarme que estoy en propiedad privada.
Un chico me señala la entrada de su tienda y me invita a sentarme junto a su padre, Mohamed. Delante del fuego, intercambiamos sonrisas y parabienes, mientras dos chicas curiosean desde detrás de una cortina, hasta que su hermano las ahuyenta hacia adentro.
-¿Tú no llevas pañuelo rojo, como tu padre? -le pregunto con signos al muchacho.
-No –es el padre quien responde -; hasta que no esté casado y funde su propio hogar.
La señora de la casa, madre de nueve hijos, se suma al grupo mientras el padre sirve otro té. La familia de Mohamed está contenta de tener un invitado. Y lo quieren aprovechar.
Sólo algunos envases de plástico delatan que estamos en el siglo XXI. Son gente pobre. Viven en una tienda y, sin Toyota que conducir, tienen que conformarse con desplazarse a lomos de un camello.
A la luz del brasero, me pregunto por cuánto tiempo mantendrán sus costumbres. Y yo mismo me respondo: seguramente, ya han comenzado a cambiar. Lo debieron hacer en 1984, el día después de que los primeros escaladores europeos levantaran su campamento y regresaran a sus confortables viviendas en Europa o Estados Unidos.
Mohamed riñe a sus hijos por pedir dinero a los extranjeros, pero es posible que cuando sean mayores y él falte, se conviertan en guías de montaña y conduzcan un todo terreno cargado de turistas. Imagino que, cuando eso suceda, ya no quedarán ancianos que te ofrezcan un vaso de té mientras juegan a las damas sobre la arena, con piedras y excremento seco.
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