La bandera con la estrella de David ondea en lo alto de una colina, protegida con alambradas, mientras unos soldados hebreos examinan con detenimiento los bajos del vehículo y nos autorizan a pasar.
En la frontera israelí, todo está muy organizado. Antes de acceder al edificio de la aduana, un palestino de metro ochenta recoge el equipaje y lo coloca en unas cintas transportadoras. Los que queremos entrar aguardamos detrás de una cuerda. “Desmonte la bicicleta”, me ordena, y yo quito las ruedas, me acerco a la pared para dejar las piezas y... “¡No!”.
Usted disculpe. Ignoraba que estuviera prohibido traspasar la línea.
Entrego el pasaporte y, como ha hecho el resto de viajeros antes, entro en las dependencias aduaneras.
-¿Su pasaporte? –pide, expeditivo, un muchacho uniformado.
-Se lo han quedado fuera -respondo desconcertado.
-¡Amnón! -grita el muchacho a otro que va de paisano con la camisa por fuera.
Y Amnón me grita, con los ojos enrojecidos de rabia, que salga fuera de inmediato.
Como en la mili, será mejor no hacer nada hasta que te lo manden. Espero a que el palestino me devuelva el pasaporte mientras observo a un chico rubio y fornido, con la cabeza rapada, auricular en la oreja y gafas de sol con cristales de color naranja, que pulula por aquí. Lleva un fusil con mira telescópica colgado en bandolera, y no separa el dedo del gatillo ni un momento. Viendo cómo se mueve, atento a cualquier movimiento, seguro que no pestañeará si las circunstancias le obligan a hacer uso del arma.
Ya con el pasaporte en mi poder, entro en el edificio. Dejo todos los objectos metálicos en una bandeja y al pasar bajo el detector, ¡bip, bip! Me olvidaba de las botas. Los pequeños aros de los cordones han disparado la alarma.
Descalzo, paso bajo el arco y, al registrarme la riñonera, me encuentran la navaja. Vaya despiste. “Se la devolveremos cuando abandone esta zona”, me informan al cabo de un buen rato.
Control de pasaportes, ahora. Una prueba dura. Por lo que me han dicho, hay que ser inexpresivo y paciente, responder a las preguntas de forma escueta, sin pronunciar ni una palabra de más. Y en mi caso, por supuesto, olvidarme de que soy periodista.
Desde detrás de un cristal con una apertura ridículamente pequeña, una muchacha con uniforme de color verde oliva quiere saber dónde voy, porqué vengo a Israel, si es la primera vez que lo hago, qué sitios visitaré, dónde me hospedaré, si tengo amigos en el país, si dispongo de billete de vuelta, si tengo trabajo, cuál es mi profesión, en qué ciudad vivo, en qué ciudad trabajo...
Casi no oigo lo que me dice, y ella se ve obligada a repetir, con resignación mal disimulada, cada pregunta varias veces. Todo lo que digo es anotado en un papel que no consigo ver, de lo alto que es el mostrador.
“Espere un momento, por favor”, y la chica sale de su cabina y traspasa una puerta con una señal de prohibido el paso pegada en un cristal espejo que impide ver quién está detrás.
-¿De dónde es este visado? -pregunta al regresar.
-De Marruecos.
-¿Y éste?
-También El año pasado también estuve allí.
-¿Y dice que no sabe qué sitios va a visitar en Israel?
-Exacto. Quiero conocer Jerusalén y luego seguir hacia Haifa y Acre.
-Siéntese. En dos minutos le avisaremos.
Esto va para largo. Imagino que tras la puerta de cristal, algún jefe observa al inusual viajero que dice querer visitar su país sin tener una idea clara de lo que va a hacer. O puede que comprueben que soy quien digo ser. Los europeos no suelen venir a Israel porque sí. Los motivos más habituales son para peregrinar, para apoyar la causa palestina o en busca de trabajo. De todos ellos, sólo los primeros son bienvenidos.
En los mismos bancos donde estoy sentado, cinco chicas soldado juegan y ríen como lo que son, simples adolescentes que cargan teléfonos móviles, chucherías y productos de cosmética en pequeñas mochilas con forma de peluche. Junto al mostrador aguarda un grupo en el que van un pope ortodoxo con un pedazo de cruz, de por lo menos veinte centímetros, colgada del cuello, una monja, varios europeos y dos chicas que les hacen de guía. Los he visto en la frontera jordana, en dos furgonetas Hyundai con grandes letras VIP inscritas en los costados. Resuelven los trámites con relativa rapidez y se van. Luego pasan varios hombres con aspecto de empresarios y una familia escandinava mientras una chica soldado coquetea con uno de los rambos que me han recibido al llegar.
En la sala trabajan árabes y judíos, pero el reparto de funciones entre ellos es claro y el contacto mutuo, mínimo. “Salam aleikum”, se saludan entre ellos los musulmanes. “Shalom”, se dan la bienvenida los judíos. Unos friegan el suelo organizados en brigadas; algunos de los otros, cargados con un transmisor de radio y dos móviles, parecen centrales de comunicaciones ambulantes.
A mi lado, un palestino desespera. Hace casi seis horas que aguarda.
-¡Gabriel! -me llaman. Parece que por fin es mi turno, pero al final cambia de opinión- Un minuto.
Al volver, un chico vestido a la última dice que le siga, y el palestino protesta:
-Por favor... Estamos en Ramadán...
-Siéntese –le mandan.
Atravesamos la gran sala a paso ligero y, en un corredor con tres puertas de seguridad controlado por minicámaras, el chico manda que espere: otros dos minutos.
Antes de lo previsto, de detrás de la puerta asoma la cabeza del muchacho y su mano derecha abierta, mostrando los cinco dedos. Cinco minutos más.
Finalmente, un hombre con vestimenta juvenil que ya ha traspasado la barrera de los cuarenta, y al que supongo miembro del Mosad, pregunta otra vez cuántos días voy a estar en Israel, si tengo amigos allí... A diferencia de la chica, el tipo no me escucha de forma maquinal, sino escrutando en el interior de mi mirada, como para cerciorarse de que digo la verdad. El pájaro intimida. Me habla a dos palmos de la cara y en posición de judoka, piernas abiertas, las manos en la cintura, dispuesto a saltarme a la yugular si fuera necesario.
Pero todo parece estar bien. “Ok”; es todo lo que dice.
-¿Así que quiere un visado para una semana? -inquiere la joven soldado.
-Bueno, es un poco justo. ¿Podría ser para dos?
La chica sale de la cabina, y habla con un hombre.
-Debo preguntarle cuánto dinero lleva -dice al regresar, como queriendo disculparse pero sin llegar a hacerlo.
-Pues mire –respondo muy seguro-; novecientos euros en metálico y en cheques de viaje, más la tarjeta de crédito.
Tras una nueva consulta, la joven soldado me da malas noticias. “Lo siento –se disculpa, ahora sí-, pero usted había pedido el visado para una semana”.
No es exactamente así, pero da lo mismo; tengo ganas de acabar con esta monserga.
Recupero el pasaporte con mi visado pegado en una de sus solapas y, en una sala con mesas de acero inoxidable, afronto una última y misteriosa prueba. Una chica con guantes de látex pasa sobre la superficie de mi libreta y mi cámara fotográfica un aparatito negro conectado al techo por medio de un cable. Diría que comprueba que no traiga alguna enfermedad infecciosa, porque se ha llevado los papelitos que han tenido contacto con mis objetos a una habitacion contigua para analizarlos.
-¿Va a Israel sólo por turismo? -me pregunta.
-En efecto –respondo, ya harto pero sin dejar de disimular. Pero,¿qué se cree, que le voy a decir lo que desde hace más de dos horas oculto, que soy periodista y que pienso escribir sobre su país?
Y me dejan libre.
Son las cuatro de la tarde. En la frontera sólo quedan trabajadores, policías y soldados, y supongo que también el palestino al que no atendían. Encuentro la bicicleta tirada en el suelo, desmontada, con los adhesivos que indican que, ella también, ha superado todas las pruebas.
Salgo al exterior, y un joven con gafas de sol Oakley viene a mi encuentro.
-Tenemos que hacer una última comprobación –anuncia.
-Vale, pero ¿puedo ir a cambiar dinero antes de que cierren? –alego tratando de no perder los nervios, harto de tanta paranoia con la seguridad, por justificada que esté.
Me he tragado la historia de la comprobación, pero cuando una de las amigas del chico le comenta algo en voz baja me doy cuenta de que me toma el pelo. Lo jodido de la situación es que tengo que fastidiarme, esperar, sin mostrar enojo, a que este cretino del auricular en la oreja, que podría ser policía o soldado, se canse de mí y de mi bicicleta, que observa con detenimiento haciendo bromas con su pandilla.
Hasta que llegan dos hombres que peinan canas y se ofrecen a llevarme en su furgoneta hasta la carretera.
“¿No es usted francés? Ah... ¡Barcelona! Es una ciudad muy romántica. Yo estuve allí hace unos años. Se come muy bien”, suspira uno de ellos, todo amabilidad, rememorando uno de sus viajes.
Al cruzar la última verja de seguridad del complejo, una joven policía abronca a mis dos ángeles de la guarda por llevar a un desconocido, pero ellos se la sacan de encima sin hacerle caso. “Es un VIP muy importante”, bromean rizando el rizo, como queriendo dejar claro que, a cierta edad, uno ya no está para según qué clase de tonterías.
Salimos del recinto fronterizo y el conductor detiene el vehículo en un cruce. “Diez kilómetros más adelante encontrará una parada de autobús. ¡Shalom!”, se despiden. “Y sea bienvenido a Israel”.
Lo he conseguido, estoy en Israel. Y ahora, hacia Jerusalén.
Pedaleo en la dirección señalada con el corazón encogido. El paisaje es igual de árido que en Jordania, pero la perfecta señalización de la carretera, los vehículos nuevos que circulan por ella con las luces encendidas, dejan claro que estoy en otro mundo. Se ven camiones militares llenos de soldados, todo terrenos con baterías antiaéreas... y bandadas de pájaros que vuelan en un cielo rojizo y sin fronteras.
Llego a la parada, protegida por grandes bloques de hormigón, y, en la espera, trato de hacer auto stop. Pero enseguida me doy cuenta de que nadie se va a parar. ¿Quién se va a fiar, en la Palestina ocupada, de un tipo con una bicicleta cargada con dos grandes paquetes? No el conductor del primer autobús que se acerca, que pasa sin detenerse.
Escondo la bicicleta detrás de la parada y, ahora sí, cuando ya comenzaba a anochecer, el segundo vehículo se para.
El vehículo va lleno de jóvenes adormilados. La radio transmite una sesión del parlamento israelí mientras remontamos unas empinadas cuestas que nos llevarán a Jerusalén.
En la primera parada, un sonoro “¡clonc!” me sobresalta. Una chica está a punto de bajar, y el ruido que se ha oído al pasar, seco y metálico, no es el de una mochila, precisamente. Al pasar junto a mí me doy cuenta de que lleva un fusil. Y no es la única. Con las luces encendidas, descubro que todos mis acompañantes son soldados armados, que incluso el chico que dormía a mi lado lleva un arma entre las piernas.
La hemos liado buena. Me he metido en un objetivo idóneo para un atentado suicida. Y ahora el vehículo va directo a la central de autobuses de Jerusalén, uno de los sitios donde más masacres se han perpetrado.
En cuanto llegamos, trato de salir del autobús y de la estación lo más rápido que sea posible. Me pongo en una cola donde todas las maletas, bolsas y mochilas son revisadas de forma minuciosa, y los pasajeros, todos sin excepción, chequeados con un detector de metales manual.
Una vez en la calle, suspiro de alivio.
Un brasileño me indica el camino hacia la ciudad vieja, y, tras superar numerosas subidas y bajadas, llego a un barrio de calles estrechas llenas de hombres vestidos de negro integral, de los zapatos al sombrero, con barba y divertidos tirabuzones que les caen por delante de las orejas. Más graciosos son los niños, pedaleando inestables sobre sus bicicletas, con un gorrito blanco, al ritmo que les marcan los inevitables mechones de pelo.
Preguntando aquí y allá, consigo divisar la cúpula de la mezquita Al Aqsa y a su alrededor, la vieja Jerusalén y su muralla milenaria. Desmonto de la bicicleta y, a pie, bajo las escaleras que conducen al umbral de la puerta de Damasco.
Seas o no creyente, resulta conmovedor pisar este suelo desgastado, contemplar estos muros de piedra blanca, depositarios de tanta historia como presente.
Entro en la ciudad vieja por el barrio árabe, lleno de tenderetes donde se vende comida, ropa y cachibaches de todo tipo. Mientras los comerciantes cierran sus tiendas, las calles se llenan de estallidos de petardos y de niños vestidos con largas túnicas con ribetes dorados, de farolillos multicolores, de cánticos y de aplausos infantiles con motivo del Ramadán.
Tras el pasacalle, sigo hacia abajo. “¿Funduk?”, pregunto a un tendero. Y sí, escaleras arriba está el Hotel Tabasco, un albergue juvenil lleno de carteles en inglés, justo el tipo de sitio que quería evitar.
El establecimiento no tiene desperdicio, de todas formas. El encargado se llama Lothar, un alemán con media melena rubia y ojos de perro rabioso que recuerda un montón al actor Klaus Kinski. Viste una túnica de color naranja y sobre su pecho brilla una gran cruz de oro. Hace cinco años que reside en Jerusalén, explica, aunque él prefiere decir que llegó hace “sesenta meses”.
“Este edificio tiene mil años”, cuenta en tono grandilocuente mientras contemplo el techo del comedor. “Y las vueltas unos trescientos; era una iglesia”. El lugar sigue recordando el interior de un templo religioso. Al fondo de la sala, Lothar ha cubierto una mesa de billar con una tela sobre la que reposan dos floreros espartanos y dos velas amarillas. Es su pequeño altar.
Tomo una ducha rápida y salgo a la calle dispuesto a perderme.
Casi todo el viejo Jerusalén es peatonal. La estrechez de las calles sólo permite el paso de pequeños tractores del servicio de limpieza que, gracias a sus ruedas anchas, suben sin dificultad por unas calzadas llenas de escalones. Hay poca gente, sin embargo, y casi todos los comercios están cerrados. Sólo delante de una carnicería veo a unos hombres, que trocean carneros sobre un suelo encharcado de sangre y entre cubos llenos de vísceras.
-¿Busca algo? -me pregunta uno de ellos.
-No; gracias. Sólo estaba paseando.
Pasear por Jerusalén produce una sensación extraña. Dos metros por encima de tu cabeza, hay cámaras de seguridad que te observan, y la presencia de patrullas de soldados armados hasta los dientes es constante. En todo momento te sientes observado, las fuerzas del orden te tratan como a un sospechoso y tú mismo te acabas sintiendo culpable, de forma inconsciente y angustiosa, de haber hecho algo prohibido.
De un callejón lleno de pintadas en árabe suben ahora decenas de hombres que salen de la mezquita con pequeñas alfombras o esteras de playa colgadas del hombro. Camino hacia allí pero, al llegar al acceso de Al Aqsa, un fusil de interpone en mi camino: “¿Adónde va? ¿De dónde es? ¿Es musulmán?”, me interpela un militar con la mirada fija. “Está cerrado; vuelva mañana”.
La iluminación es escasa, la basura se amontona en los portales. Hace un momento he visto a unos niños tirar petardos a los pies de un judío vestido de negro que ha salido corriendo por un callejón. El barrio hebreo tiene que estar cerca.
Tuerzo a mano izquierda, recorro diez metros por un pasaje que parecía no llevar a ningún sitio, y, en un abrir y cerrar de ojos, aparezco en otro mundo, limpio, impoluto y radiante.
En el barrio judío todo funciona, los edificios están restaurados, hay papeleras, bonitas farolas y cabinas telefónicas, tiendas de recuerdos, galerías de arte y un sinfín de carteles informativos. Aquí sí, los rabinos pasean con sus esposas y su prole con toda confianza. En una plaza, sentadas alrededor de una fuente, unas adolescentes norteamericanas juegan, felices, acompañadas de banderas con la estrella de David sin que nada ni nadie las inquiete.
De vuelta al barrio árabe, el contraste vuelve a ser de impacto. De una de las paredes de un cyber café cuelga una foto impresionante. En la imagen se ve un tanque que avanza de frente, y ante él, sobre su trayectoria, la figura de un niño de siete u ocho años que le planta cara armado con una piedra.
Estoy en la ciudad tres veces santa, la Jerusalén cristiana, la Yerushalayim hebrea, la Al Quds musulmana. La ciudad donde, en palabras de Alí Bey, los fieles de cada religión tratan al resto de “cismáticos e infieles; creyendo cada rito firmemente poseer sólo la verdadera luz del cielo y tener derecho exclusivo al paraíso, envía caritativamente al infierno al resto de los hombres que no son de su opinión”.
Algunos la consideran el centro del mundo. Para otros es la ciudad del fin del mundo.
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