HAMMAMED-SUSA, 89 km . (bici)
La playa de Hammamed se encuentra al norte de una bahía abierta en forma de media luna. A falta de puerto, los pescadores varan las barcas sobre la arena, como se hacía en nuestras costas antes de que nos diese por llenar el litoral de puertos. Las embarcaciones son pequeñas, de proa alta y nombres tales como Saïda Marian, Yasmin o Christiane. Junto a ellas, hombres con los pies descalzos cosen redes y hacen pequeñas tareas de mantenimiento.
Junto a la playa, un recinto amurallado acoge el pueblo antiguo, un remanso de paz que contrasta con las tiendas de alfombras y de souvenirs, las pizzerías y los centros comerciales que he dejado fuera. Todas las edificaciones de la medina tienen las paredes encaladas. Son blancas o azules, algunas haciendo aguas, mientras que otras permanecen desconchadas a causa del salitre. A las nueve de la mañana, los tenderos sacan la mercancía a la calle. Las puertas de las casas permanecen abiertas mientras un par de mujeres sacuden alfombras y un gato negro corre a esconderse tras una esquina. El silencio apenas se ve perturbado por la música que sale de una ventana abierta.
Los tunecinos son tranquilos. Lo descubrí hace unos años, cuando visité el país por vez primera, y lo vuelvo a comprobar ahora. Cuando miran al turista, lo hacen con indiferencia y rostro inexpresivo. Quieren que vengas porque saben que traes dinero, pero, una vez aquí, te dejan hacer. Tú, el europeo, haces tu vida, que es ir a la playa, a comprar y a visitar muchos lugares, y ellos se dedican a lo suyo, ajenos a los forasteros que les invaden.
Comprendo y comparto el sentimiento del lugareño que se desentiende del visitante y traza una barrera invisible pero muy clara entre lo que es su vida y los turistas. Recuerdo cómo nos divertíamos, en l’Escala, de pequeños, enviando a franceses, belgas y alemanes en dirección opuesta a donde querían ir. ¿Preguntan por Empúries?, pues hacia Montgó. ¿Que éstos quieren ir a Montgó?, pues hacia Empúries.
Pero ahora que el turista soy yo, me fastidia que me traten con la misma medicina. Y me pregunto si no acabaré aburrido de tanta tranquilidad y tanto pasotismo.
Encima, después de dejar Hammamed y una sucesión de restaurantes y discotecas de nombres tales como Las noches de Bagdad, Las mil y una noches o Banana, la ruta se vuelve de lo más pesada. Por el vientecillo de cara que sopla, por lo monótono de un paisaje llano, sin referencias visuales, con escasa vegetación y pocos pueblos, y por el coñazo que supone el intenso tráfico de camiones. Los vehículos pasan tan cerca de mí y el arcén está tan sucio, que me veo obligado a circular sobre un palmo de asfalto, poniendo en riesgo mi integridad.
Al cabo de una hora ya estoy hasta el gorro, y a las dos horas estoy por pararme en una estación y subirme al primer tren que encuentre hacia el sur. “Salam...”, saludo con desgana a unos hombres que venden caracoles.
No hay mal que cien años dure, y a partir del mediodía se acaba el terreno arenoso y circulo entre olivos y frutales tan bien conservados, con las verjas que los rodean cubiertas de flores, que más parecen un jardín. Como en Marruecos, me cruzo con grupos de chavales que van a escuela. Ignoro qué horario hacen; sólo sé que a todas horas ves a niños y niñas andando junto a la carretera.
Llego a Susa temprano. Es una ciudad grande, y, dispone de una gran medina rodeada por una muralla de piedra clara. Pero no tengo ganas de moverme, hoy. En lo que queda de tarde, me instalaré en un hotel cercano a la estación, pasearé por el centro o contemplaré una mezquita tan fortificada que más parece un castillo. Data del siglo VIII y, según leo, es la más antigua de Africa. Cerca de allí, en la calle más comercial, un vendedor de cintas de cassette ha puesto unos altavoces que compiten en potencia con los del minarete que hay justo al lado.
Pero ni esto atrae mi atención. Ni monumentos ni los turrones de azúcar y almendra redondos, de un metro de diámetro, de los vendedores callejeros.
Me compro La presse de Tunisie, un periódico gubernamental, y me siento en una terraza, a ver qué hay de nuevo en el mundo. En portada, dos fotos de Ben Alí informan que ayer hubo un acto oficial en Bizerta. En páginas interiores, el editorial realza la importancia de la celebración, la sección de nacional incluye una crónica detallada de lo que sucedió en Bizerta, en deportes se cuenta que Túnez aspira a organizar el Mundial de fútbol junto con Libia el año 2010 y se incluye media página con los resultados de las carreras de caballos disputadas en Francia y del estado de las apuestas. El rotativo se cierra con dos páginas con la programación de canales de televisión tunecino, franceses e italianos y una contraportada que ocupan en exclusiva dos bellas señoritas que exponen los suficientes centímetros cuadrados de sus cuerpos como para provocar un patatús a más de uno.
Para despedir la jornada, sigo con mi costumbre de comprar el postre de la cena en una pastelería. En estos santuarios del azúcar se me pasan malhumores y sinsabores. Ayer, en Hammamed degusté un pastelito relleno de dátil de la categoría non plus ultra, que son los del tipo deglet en nour, o, para entendernos, dedos de luz. Era algo sublime, un manjar que se deshacía en la boca y te nublaba la mente.
Hoy tengo que conformarme con menos. Me regalo cinco barritas de praliné, un dulce de coco que parece hecho hace una semana y pastas de té. Quería guardar algo para el desayuno, pero, mordisco a mordisco, me lo he zampado casi todo mientras hacía planes. Mañana me subo al tren que me llevará directo al sur. A ver si la cercanía de Libia me sube la moral. Y, ¿quién sabe?, a lo mejor una vez allí encuentro la forma de perpetrar mi plan secreto.
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