Gabriel Pernau

En bici por Marruecos, Argelia, Túnez, Egipto, Jordania, Israel, Palestina, Siria, Líbano y Turquía

DAMASCO. Minaretes bulbosos


FRONTERA SIRIA-DAMASCO, 133 km. (autobús)
Un escandaloso concierto de coches trunca mi dulce sueño.
Hemos llegado a Damasco. En la primera impresión, la ciudad es sucia y caótica, hostil, pero con la gente todo resulta fácil. Ya lo decía Ibn Battuta: “El extranjero está en Damasco a sus anchas, recibe un trato deferente, cuidándose de no herir su dignidad de hombre”.
Cualquier persona a quien pregunto por la calle se detiene para orientarme. Hablan despacio, intentan expresarse de forma correcta, e incluso los policías son simpáticos. En hospitalidad hacia el extranjero, pocos lugares la superan. Y no es extraño que así sea, puesto que es una de las cunas de la civilización, la ciudad más antigua del mundo, según se dice.
Sobre ella, los poetas árabes han vertido alabanzas de lo más barrocas: “El Edén de Oriente y el lugar donde asciende la luz” (Abu I Husayn ben Yubair); “tierra en que el guijarro es perla, el polvo ámbar y las brisas del norte como vino frío” (Ibn Yuzayy); “el lunar en la mejilla del mundo (...) un paraíso anticipado” (Arqala al Dimasqi al-Kalbi); “un paraíso en que el forastero olvida su patria” (Nur ad-Din); “el paraíso de Oriente, (...) la novia de las ciudades que hemos contemplado” (Ibn Yubair).
Pero, ¿cómo explicar Damasco? Demasiados factores condicionarán mi visión de sus minaretes de formas bulbosas y sus palacios, de sus casas señoriales y sus comercios. He llegado a la capital de Siria en pocas horas tras atravesar el norte de Jordania y el sur de Siria. Todo ha ido muy deprisa, e Israel sigue en mi cabeza. Me ha faltado un tiempo de tránsito. Y, además, la ciudad no palpita a su ritmo habitual, durante el Ramadán.
Del hotel, no tengo queja. He conseguido evitar el Al-Haramein, ese que anunciaban en Petra y que me propuse evitar por temor a encontrar a los mismos viajeros. Pero, a base de preguntar, acabo en el Al-Rabie, que está justo al lado...
El establecimiento es limpio y confortable. Se encuentra en un callejón que da a la calle Chukri Al-Quwalti y en su tiempo fue una señora mansión. Las numerosas habitaciones se reparten en dos pisos alrededor de un patio con una fuente en el centro. En este espacio que huele a azahar y en el que de noche se ven las estrellas recibían los hombres a las visitas, para luego tumbarse en los divanes que había en la estancia abierta que está al fondo.
Como en Petra, también aquí hay profusión de cartelitos en inglés. El del lavabo, junto a la cadena del váter, ha sido manipulado. Donde antes ponía Push Down (empujar hacia abajo), ahora puede leerse Bush Down.
Dedico mi primera mañana en Damasco a resolver algunos trámites, tras lo cual me acerco al Museo Nacional. Se accede por la monumental puerta de un palacio omeya de Palmira. En el vestíbulo central, un gran mapa puede servir de resumen de la riquísima historia del país. En él aparecen los principales yacimientos arqueológicos que hasta la fecha se han encontrado: treinta y dos de ellos son prehistóricos, sesenta pertenecen a las edades de bronce y de hierro, veintisiete a las civilizaciones griega y romana y quince al período musulmán.
El museo contiene cilindros procedentes de Ugarit con escritos en el alfabeto más antiguo que se conoce, tablillas con escritura cuneiforme, rocas esculpidas en arameo, estatuillas mesopotámicas y de Venus, cerámica de hace treinta y tres siglos, montañas de monedas acuñadas en Alepo, muebles de los tiempos de Saladino, astrolabios, libros de plantas medicinales o sedas chinas del siglo I, de las más antiguas que se conservan.
Fuera, sobre mesas de mármol bajas, un hombre lee el periódico, dos oficinistas juegan al ajedrez y unas señoras conversan animadamente mientras un jilguero pía desde una jaula. El ambiente es relajado. Cuando suena un móvil, quien recibe la llamada se levanta y se aleja unos pasos para no molestar.
A escasa distancia del museo está la mezquita Takiyé de Solimán el Magnífico, de piedras negras y blancas, erigida por el arquitecto que levantó la Mezquita Azul de Estambul. En la madrasa contigua, un grupo de estudiantes dibuja al carbón este coqueto espacio mientras un pintor de brocha gorda pinta una columna de madera en vivos colores. Los dormitorios donde antaño dormían los estudiantes están ocupados ahora por comercios de artesanía. En uno de ellos, regateo por dos cojines y un mantón de seda.

-¿Qué pasa, que no lo puedes pagar? –me inquiere el tendero, cansado de mi insistencia.

Su argumento me desarma. Le pago cincuenta libras más de lo que pretendía y desaparezco con mis bonitas piezas.
Las sedas son una maravilla, aunque mañana, en la Casa Nassan, una familia cristiana porpietaria de fábricas textiles centenarias, un vendedor matizará un poco mi alegría: “Las telas que ha comprado son de calidad mediocre –me anunciará, con orgullo profesional, mientras muestra su mercancía-; las nuestras tienen sesenta y cuatro hilos por centímetro. No hay nada igual".
El señor sabe de qué habla. Los damascenos y los habitantes de Palmira comenzaron de intermediarios de las telas que llegaban de China hasta que acabaron dominando el proceso de elaboración de la fibra y se hicieron dueños del mercado internacional. Con las sedas que producían sus centenares de talleres se vistieron los patricios romanos, los señores más ricos de Oriente Próximo, el Golfo Pérsico, el norte de África y Europa.
Recupero fuerzas en una frutería, con un dulcísimo zumo de granada. Tarek, el chico que me ha servido, se indigna al ver, en pleno Ramadán, a unos “cristianos” que fuman por la calle. “No piensan en los demás –se lamenta-. Tendremos que rezar por ellos”.
La ciudad moderna es enervante. Las amplias avenidas y los viaductos torturan al peatón, que se ve obligado a superar pasos elevados a cada instante. Los pasos cebra son un riesgo por la insistencia de los conductores en meter el morro del coche donde tú ibas a poner el pie. Como la fuerza bruta se impone, es mejor aguardar a que lleguen unos cuantos damascenos decididos, y entonces, cuando todo el mundo cruza, tú vas tras ellos.
Ya estamos en la parte vieja. Los límites del recinto amurallado coinciden de forma exacta con la ciudad romana. La vía principal es la calle Recta. Atraviesa el núcleo urbano de oeste a este a lo largo de dos kilómetros, y de su nombre ya se deduce que pocas más calles mantienen la rectitud.
Alí Bey se sorprendía de la ausencia de plazas. Olvidaba señalar que en las calzadas casi nunca da el sol, por la estrechez de las arterias y por las estructuras elevadas que guarecen a los caminantes del calor estival.
El espacio más diáfano es la mezquita Omeya, una de las más veneradas por el Islam. En el templo se guardaba el primer Corán manuscrito y, según un santo, “una plegaria rezada allí vale por treinta mil rezadas en cualquier otro lugar”.
Los orígenes de la construcción se remontan al siglo IX antes de Cristo, cuando los arameos dedicaron un templo a su dios Hadad, que más tarde los romanos consagraron a Júpiter y ampliaron hasta sus dimensiones actuales, y que después Constantino convirtió en iglesia. Tras de la primera invasión árabe, el ala este de la basílica se usó como mezquita y, a principios del siglo VIII, la construcción fue reformada sin reparar en gastos. Durante diez años, los muros romanos se cubrieron de dieciocho mil metros cuadrados de mosaicos, y techo y capiteles se bañaron de oro, el mismo metal precioso con que se realizaron las seiscientas lámparas colgantes que iluminaban el interior.
La mezquita costó al califa Walid un dineral equivalente a siete años de ingresos. Colin Thubron cuenta en su libro Semblanza de Damasco que, “cuando llegaron las cuentas, a lomos de dieciocho camellos, (el califa) se negó a revisarlas porque ‘en verdad hemos gastado todo esto por Dios’”.
Terremotos, incendios o saqueos, como el cometido por Tamerlán, han desposeído al templo de la suntuosidad de antaño. A pesar de ello, mantiene toda su estructura en pie y perfectamente restaurada. Se conservan columnas de diez metros del templo de Júpiter, el mausoleo dedicado a Saladino y un cráneo que se atribuye a Juan Bautista, uno de los numerosos santos que comparten cristianismo e Islam. Quizá fue por esa reliquia que Juan Pablo II visitó el lugar en 2001. Jamás, hasta entonces, un papa de Roma había pisado una mezquita. Acompañado del gran muftí sirio, el jeque Ahmed Kuftaro, el pontífice rezó en silencio dentro de la mezquita omeya, aunque, para no herir sensibilidades, evitó santiguarse.
También para mí, hoy será el primer día en este viaje en que ponga los pies en un templo musulmán. El clima bélico que vive el mundo a raíz de la invasión de Iraq y la prohibición, para los no creyentes, de visitar las mezquitas marroquíes me habían disuadido hasta ahora de hacerlo.
Descalzo, entro al enorme patio de mármol pulido por el que los no musulmanes accedemos al templo. En la parte cubierta, sobre centenares de alfombras rojas, algunos duermen, otros leen el Corán en un susurro y los más pequeños aprenden, con las piernas cruzadas, los textos sagrados. Las mujeres, escasas, se encuentran en la parte posterior.
“Alaáaaa.... Akbar!”, cantan, a las cinco y nueve minutos, cinco almuédanos vestidos de blanco ante un micrófono. “Alaáaaa.... Akbar!”, resuena el múltiple cántico, al unísono y con fuerza, dentro y fuera del templo, mientras unos hombres entran deprisa por la puerta reservada a los fieles. “Alaáaaa.... Akbar!”. Todo el mundo ha dejado ya lo que hacía, y ante el muro sur, unos sesenta hombres oran frente el mihrab, la hornacina que señala la dirección de La Meca.
La liturgia impresiona por su sencillez. No hay nada, sólo personas postradas ante su dios.
Tras el quinto “Alá es grande”, los hombres toman pedazos del pan que alguien ha dejado en una silla junto a la entrada, y tras charlar un rato, van desfilando hacia sus casas para reunirse con los suyos.
De nuevo en la calle, me siento a estudiar el mapa de la ciudad.
“¿Puedo ayudarle?”, me pregunta una dulce voz femenina en cuanto me pongo en pie. ¿He oído bien? ¿Es a mí? No oso levantar la mirada. “¿Puedo ayudarle en algo?”, insiste alguien en el idioma de Moliére. ¡Dios! ¡Una mujer me está hablando! Es una chica con una melena de color castaño, de ojos verdes y pecho generoso que asoma bajo un grueso jersey de lana.

-Ejem... Busco el hammam Nur ad-Din.
-¿Cómo dice? A ver –y la muchacha se pone a mi lado para ver mejor la guía, arrimándose a mi hombro.

La chica no es musulmana, desde luego, porque una musulmana jamás osaría abordar a un desconocido. Debe ser cristiana maronita.
Pero ella no sabe nada de hammams. Este suele ser un asunto de hombres.

-Abre a las seis y media -me informa un señor que también se ha acercado.

Ha oscurecido ya. En una de las calles desiertas del centro doy con otro hammam. “Entre, es bueno”, me anima un anciano al verme dudar ante la pequeña puerta del establecimiento.
Una escalera estrecha me conduce a una gran sala de cuya cúpula pende una lámpara que baja hasta encima de la fuente central. En los bancos que hay dispuestos alrededor, un hombre se desviste y otro yace estirado entre toallas mientras saborea un té.

-¿Baño y masaje?
Bueno.

Un empleado me trae una sábana blanca, unas zapatillas de plástico, una pastilla de jabón y un cajón de madera para los objetos de valor y, con la tela blanca anudada en la cintura y sin gafas, me voy para adentro, medio ciego y lleno de aprensión. ¿Por dónde será?
Un hombre grueso y pechopelo me indica que le siga por un pasadizo. Pasamos por una sala caliente y llegamos a una estancia rectangular donde un hombre se enjabona la cabeza en una fuente y otro yace adormilado sobre un banco.
En cada extremo de la sala hay una pequeña habitación oscura. Sigo a mi guía hasta una de ellas, y, acuclillado ante una pequeña fuente, le imito: lleno un cuenco de hojalata de agua caliente y me la echo por encima.
El calor es asfixiante. “Entrar y salir”, me indica pechopelo con el dedo.
La sauna alivia los músculos y relaja el espíritu. Comienzo a encontrarle el gusto. Me voy a otra de las habitaciones, tan oscura como la primera, y a punto estoy de pisar a alguien que está sentado en el encharcado suelo. Me agacho yo también; así se respira mejor.
El hombre del bigote dice algo. ¿Que me enjabone? Me enjabono. ¿Que si quiero que me eches agua por encima? Ah, vale. ¿Ves qué simpatica es, aquí, la gente? Ahora se ofrece a enjabonarme la espalda, y pese a mi pudor, acepto. El compañero de hammam se sitúa detrás mío y, con manos delicadas, recorre con la pastilla de jabón mi espalda, los hombros, las axilas, el pecho...
La situación comienza a ser embarazosa, y encima, al terminar, quiere que yo le haga lo mismo. Ay madre... Le enjabono deprisa -¡chof, chof!- la espalda, y, hala, ya está.

-¿Y aquí abajo no te lavas? -me pregunta mientras señala mi entrepierna.
-Je, je –sonrisa de compromiso; aquí abajo me lo lavo yo cuando estoy solito.

Salgo del cuarto oscuro y de la sala de vapores antes de que vuelva el del bigote, y de nuevo en la sala de la cúpula, me cubren con una sábana seca y dos toallas para que no me enfríe.
¿Qué estaba pasando allí dentro?, me pregunto mientras me someto a mi sesión de masaje. Juraría que me estaban tirando los tejos, aunque también es posible que no fuera nada más que el intento de un damasceno generoso de ayudar al extranjero extraviado. Al fin y al cabo, los árabes hacen cosas a las que los europeos no estamos acostumbrados. Se hacen, por ejemplo, mimos que en occidente sólo vemos entre mujeres, y no por ello pensamos que sean lesbianas. Mañana, sin ir más lejos, el señor que me hará de guía en una casa se despedirá, al acabar la visita, regalándome una rosa y dos flores de azahar.
Siempre me quedará la duda, de todas formas. Si descubrir lo que ese hombre quizá pretendía implicaba tener según qué experiencia, prefiero seguir con mis estúpidos prejuicios de europeo.
El masaje finaliza con la especialidad de la casa, con un servidor boca abajo, la rodilla del masajista clavada en mi espalda y un sonoro y doloroso crujir de vértebras.

-¡Agh!

Y ahora, al barbero. Násser me corta el pelo a navaja, me invita a sentarme en un sofá, a tomar un té y a fumar, y aun dice que le pague la voluntad.

-¿En Barcelona lo hacen igual? -pregunta con curiosa humildad.
-No exactamente, trato de explicarle. Allí no hay bebidas ni cigarrillos para los clientes, sino un pase de máquina rápido y a la calle.

-¡Ja, ja, ja! -ríe satisfecho mientras su hijo de 3 años juega desinhibido con los mechones que han quedado esparcidos por el suelo.



A la mañana siguiente, salgo del hotel y descubro que no hay nada abierto. Lo había olvidado: es viernes.
Desayuno en una pastelería en la que todo lo que tienen sin exceso de azúcar se vende por kilos. Compro trescientos gramos de empalagosos churros de miel con una cantidad de calorías suficiente como para volver a atravesar el Sinaí de un tirón. Mientras me los zampo, algo me llama la atención.

-Veo que ustedes no tienen el retrato del presidente Bachar... –le digo al propietario.
-No tenemos la foto, pero lo llevamos aquí –responde, respetuoso, con la mano sobre el corazón- Es nuestro presidente. Todos le queremos, como queremos a Hezbollah y al presidente de Líbano. Bush, en cambio, es malo, porque ayuda a Israel y mata a árabes.

Similares argumentos usará esta noche el joven recepcionista del hotel cuando le encuentre mirando al desaparecido Hafez el Asad pronunciando un viejo discurso por televisión.

-Pero si está muerto... –le diré a Rashid.
-Sí, pero en Siria queremos mucho a nuestro presidente. Sólo el diez por ciento de la gente le odia.

-¿Y no existe un término medio entre amar y odiar?
-Sí, hay gente disconforme, pero están dentro del noventa por ciento que le votaron. Hafez hizo muchas cosas buenas, sobre todo en política exterior.

-¿Y a tí te gusta como van las cosas?
-Bueno, hay mucha burocracia y me gustaría tener más libertad, aunque con Bachar los estudiantes pueden escoger qué estudian y hablar de política. Pero los cambios tienen que ser lentos. De lo contrario, podríamos tener una indigestión. Ten en cuenta que Siria es un país muy diverso. Damasco no es como las otras ciudades, y las ciudades son muy distintas de los pueblos de las montañas. La democracia no existe en ningún lado, además. Mira lo que sucede en América.

-Soy europeo. Allí tenemos bastante margen para escoger a quien más nos gusta.
-Sí; lo sé. En Siria somos muy nacionalistas. Tomamos lo mejor de cada sistema y lo adaptamos a nuestra forma de ser –razonará el muchacho.

Por encima de vivir en una dictadura, en Rashid prevalece el hecho de ser sirio, un orgullo que le lleva a repetir, casi palabra por palabra, los discursos oficiales. Me viene a la cabeza la expresión de Alí Bey al conocer lo ricos que eran los labradores damascenos a pesar de la cantidad de tributos que pagaban: “¡Cuánto (más) lo serían bajo un gobierno justo y liberal!”.
Cerca de la puerta occidental de la ciudad vieja hay un animado mercado de pájaros. En jaulas de madera amontonadas se exhiben jilgueros, canarios, perdices, gallos de crestas espectaculares o una bonita especie de plumas rojas. El producto estrella son las palomas, sin embargo, que se ofrecen por parejas. Hay hasta quince tipos distintos del ave símbolo de la paz, y no precisamente para comer, como yo suponía, según me ha dejado claro, con disgusto, un vendedor. Los pájaros dan vida a una casa y alegran las mañanas con su canto. Son un bien de dios, escaso en países calurosos como Siria.
Con los zocos del casco antiguo cerrados, en las calles hay poca animación, Damasco pierde el que según todos los viajeros es su principal atractivo. Esta aglomeración urbana rodeada de desierto era el mercado de un territorio que abarcaba de Arabia a las orillas del Eufrates. Fue importante durante miles de años porque tenía comercio, y tenía comercio porque el milagro del río Barada alimentaba un fértil oasis donde de otro modo sólo hubiera existido arena.
Alí Bey señala la “excesiva abundancia de víveres” que se encontraban en estos anchos valles situados a espaldas del anti-Líbano, las importantes caravanas de mercaderes que de aquí partían. La más multitudinaria era la de La Meca, que en 1807, el año de su visita, se suspendió a causa de la revuelta de los fanáticos y violentos wahabis, los inspiradores del islamismo radical actual. Pero testigos anteriores hablan de otras compuestas por veinte mil personas y diez mil animales. El séquito que se dirigía a Bagdad, el segundo destino en importancia, contaba con dos mil quinientos hombres armados, con lo que cabe suponer que el número de comerciantes y camellos a los que protegían era muy superior.
Como en las ciudades medievales, como en Jerusalén, la población de Damasco se distribuye por la ciudad según sus creencias. Al hablar de fe no nos estamos refiriendo sólo a las convicciones religiosas del individuo. La fe es mucho más: condiciona todos los aspectos de la vida de una persona, desde la clase a la que perteneces, el trabajo o las amistades que tienes, la forma de vestir o el lugar donde vives.
En el barrio cristiano las tiendas están abiertas y existen comercios en los que es ostensible la voluntad del propietario por gustar al occidental. En sus calles ves a hombres que fuman, una forma de vestir europea y mujeres con la melena al aire que bromean sacándose la lengua. “Joyeux Noël 1995”, “Merry Christmas”, desean dos pintadas desde un muro en el que también hay pegadas varias esquelas de difuntos.
Damasco es una fabulosa mezcla de gentes. En ella viven sunnitas, el colectivo más numeroso, aunque también chiítas, a los que hace un rato he visto en la fantasiosa mezquita Sayyida Ruqayya, alauíes, drusos e ismaelíes, cristianos ortodoxos, católicos y protestantes, judíos, kurdos, armenios y turcomanos. En esta ciudad con siete mil años de historia la gente no pregunta a cada momento si crees en Jesucristo o en Mahoma. Está acostumbrada a la variedad y la respeta.
Hasta aquí la visión positiva de la realidad. La negativa es bastante menos idílica. Como en la mayoría de ciudades árabes, el tú y el yo son conceptos muy definidos, cajas cerradas con poca interrelación entre ellas. Hay tolerancia y convivencia en el sentido más estricto de las palabras. Unos y otros viven juntos, luego, conviven y se toleran. Poco más.
En la iglesia ortodoxa de Santa María, una veintena de curas rusos con sotanas fotografían las blancas paredes de la nave central. Y fuera, en la calle Recta, una ruidosa chiquillada del colegio franciscano se apresta a subir a unos desvencijados autobuses Scania, auténticas chatarrerías ambulantes de cuyo techo cuelgan flores y racimos de uva de plástico.
En el barrio musulmán, busco la casa as-Siba’i. Pero nada hace suponer que en este callejón de muros desnudos, desprovistos de aperturas, haya una mansión señorial.

-¿Beit as-Siba’i? -pregunto en el momento en el que una puerta se abre.
-Es aquí. Pase, por favor.

Ya lo advertía Alí Bey: la belleza hay que buscarla en el interior.
El mayordomo del palacete me enseña los patios interiores, el del harén y el de los hombres, las fuentes y un salón con decoración recargada. La luz penetra en las estancias a través de pequeños cristales verdes y rojos, y tanto las cuatro paredes de madera como el artesonado del techo están pintados de colores y plagados de incrustaciones de nácar. Se exhiben cabezas disecadas de leones, de guepardos y de jirafas, trofeos de caza obtenidos por un embajador alemán, uno de los últimos propietarios del edificio, en Africa y la India.
Al caer la tarde, las calles adquieren un aspecto fantasmal. Han quedado desiertas, como si las autoridades hubieran decretado su evacuación por una alarma nuclear. Es un espectáculo ver cómo hasta catorce personas, más el conductor, se apretujan en el interior de una furgoneta y desaparecen, en dirección a los suburbios, con las puertas entreabiertas.
Ahora mismo, la ciudad es casi para mi uso exclusivo. Sólo el Centro Cultural Francés sigue abierto. Es un edificio vanguardista, de radiantes paredes blancas y fachada acristalada, en el que incómodos sillones de cuero se combinan con obras de artistas galos contemporáneos. La chica de la mediateca calza unos zapatos de tacón de aguja que le deben haver costado su dinero, y tiene unos ojos luminosos en los que te podrías zambullir.

-Monsieur: malheureusenent, Internet no acaba de funcionar –me anuncia con pesar.
-Desgraciadamente.

Una vez más, Alí Bey, tengo que darte la razón cuando señalabas que “las mujeres de Damasco son lindas por lo general y las hay realmente hermosas: la mayor parte tienen el cutis blanco, fino y hermosos colores”.

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